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El amor en los tiempos del cólera - 08

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:17:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Don Pío Quinto Loayza murió cuando el hijo tenía diez años. Aunque siempre se
había ocupado en secreto de sus gastos, nunca lo reconoció como suyo ante la ley ni le
dejó resuelto el porvenir, de modo que Florentino Ariza se quedó con el único apellido de
su madre, si bien su verdadera filiación fue siempre de dominio público. Después de la
muerte del padre, Florentino Ariza tuvo que renunciar al colegio para emplearse como
aprendiz en la Agencia Postal, donde lo encargaron de abrir las sacas y ordenar las
cartas, y avisar al público que había llegado el correo izando en la puerta de la oficina la
bandera del país de procedencia.
Su buen juicio llamó la atención del telegrafista, el emigrado alemán Lotario
Thugut, que además tocaba el órgano en las ceremonias mayores de la catedral y daba
clases de música a domicilio. Lotario Thugut le enseñó el código Morse y el manejo del
sistema telegráfico, y bastaron las primeras lecciones de violín para que Florentino Ariza
siguiera tocándolo de oído como un profesional. Cuando conoció a Fermina Daza, a los
dieciocho años, era el joven más solicitado de su medio social, el que mejor bailaba la
música de moda y recitaba de memoria la poesía sentimental, y estaba siempre a
disposición de sus amigos para llevar a sus novias serenatas de violín solo. Era escuálido
desde entonces, con un cabello indio sometido con pomada de olor, y los espejuelos de
miope que aumentaban su aspecto de desamparo. Aparte del defecto de la vista, sufría
de un estreñimiento crónico que lo obligó a aplicarse lavativas purgantes toda la vida.
Tenía una muda única de pontifical, heredada del padre muerto, pero Tránsito Ariza se la
mantenía tan bien que cada domingo parecía nueva. A pesar de su aire desmirriado' de
su retraimiento y de su vestimenta sombría, las muchachas de su grupo hacían rifas
secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba a quedarse con ellas, hasta el día en
que conoció a Fermina Daza y se le acabó la inocencia.
La había visto por primera vez una tarde en que Lotario Thugut lo encargó de
llevar un telegrama a alguien sin domicilio conocido que se llamaba Lorenzo Daza. Lo
encontró en el parquecito de los Evangelios, en una de las casas más antiguas, medio
arruinada, cuyo patio interior parecía el claustro de una abadía, con malezas en los
canteros y una fuente de piedra sin agua. Florentino Ariza no percibió ningún ruido
humano cuando siguió a la criada descalza bajo los arcos del corredor, donde había
cajones de mudanza todavía sin abrir, y útiles de albañiles entre restos de cal y bultos de
cemento arrumados, pues la casa estaba sometida a una restauración radical. Al fondo
del patio había una oficina provisional, donde dormía la siesta sentado frente al escritorio
un hombre muy gordo de patillas rizadas que se confundían con los bigotes. Se llamaba,
en efecto, Lorenzo Daza, y no era muy conocido en la ciudad porque había llegado hacía
menos de dos años y no era hombre de muchos amigos.
Recibió el telegrama como si fuera la continuación de un sueño aciago. Florentino
Ariza observó los ojos lívidos con una especie de compasión oficial, observó los dedos
inciertos tratando de romper la estampilla, el miedo del corazón que había visto tantas
veces en tantos destinatarios que todavía no lograban pensar en los telegramas sin
relacionarlos con la muerte. Cuando lo leyó recobró el dominio. Suspiró: “Buenas
noticias”. Y le entregó a Florentino Ariza los cinco reales de rigor, dándole a entender con
una sonrisa de alivio que no se los habría dado si las noticias hubieran sido malas. Luego
lo despidió con un apretón de manos, que no era de uso con un mensajero del telégrafo,
y la criada lo acompañó hasta el portón de la calle, no tanto para conducirlo como para
vigilarlo. Hicieron el mismo recorrido en sentido contrario por el corredor de arcadas,
pero esta vez supo Florentino Ariza que había alguien más en la casa, porque la claridad
del patio estaba ocupada por una voz de mujer que repetía una lección de lectura. Al
pasar frente al cuarto de coser vio por la ventana a una mujer mayor y a una niña,
sentadas en dos sillas muy juntas, y ambas siguiendo la lectura en el mismo libro que la
mujer mantenía abierto en el regazo. Le pareció una visión rara: la hija enseñando a leer
a la madre. La apreciación era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y no la
madre de la niña, aunque la había criado como si lo fuera. La lección no se interrumpió, pero la niña levantó la vista para ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada casual
fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado.
Lo único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había
venido de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después de
la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para
quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. La esposa había
muerto cuando la hija era muy niña. La hermana se llamaba Escolástica, tenía cuarenta
años y estaba cumpliendo una manda con el hábito de San Francisco cuando salía a la
calle, y sólo el cordón en la cintura cuando estaba en casa. La niña tenía trece años y se
llamaba igual que la madre muerta: Fermina.
Se suponía que Lorenzo Daza era hombre de recursos porque vivía bien sin oficio
conocido, y había comprado con dinero en rama la casa de Los Evangelios, cuya
restauración debió costarle por lo menos el doble de los doscientos pesos oro que pagó
por ella. La hija estaba estudiando en el colegio de la Presentación de la Santísima
Virgen, donde las señoritas de sociedad aprendían desde hacía dos siglos el arte y el
oficio de ser esposas diligentes y sumisas. Durante la Colonia y los primeros años de la
República sólo recibían a las herederas de apellidos grandes. Pero las viejas familias
arruinadas por la independencia tuvieron que someterse a las realidades de los nuevos
tiempos, y el colegio abrió sus puertas a todas las aspirantes que pudieran pagarlo, sin
preocuparse de sus pergaminos, pero con la condición esencial de que fueran hijas
legítimas de matrimonios católicos. De todos modos era un colegio caro, y el hecho de
que Fermina Daza estudiara allí era por sí solo un indicio de la situación económica de la
familia, aunque no lo fuera de su condición social. Estas noticias alentaron a Florentino
Ariza, pues le indicaban que la bella adolescente de ojos almendrados estaba al alcance
de sus sueños. Sin embargo, el régimen estricto de su padre se reveló muy pronto como
un inconveniente insalvable. Al contrario de las otras alumnas, que iban al colegio en
grupos o acompañadas por una criada mayor, Fermina Daza iba siempre con la tía
soltera, y su conducta indicaba que no le estaba permitida ninguna distracción.
Fue de ese modo inocente como Florentino Ariza inició su vida sigilosa de cazador
solitario. Desde las siete de la mañana se sentaba solo en el escaño menos visible del
parquecito, fingiendo leer un libro de versos a la sombra de los almendros, hasta que
veía pasar a la doncella imposible con el uniforme de rayas azules, las medias con ligas
hasta las rodillas, los botines masculinos de cordones cruzados, y,una sola trenza gruesa
con un lazo en el extremo que le colgaba en la espalda hasta la cintura. Caminaba con
una altivez natural, la cabeza erguida, la vista inmóvil, el paso rápido, la nariz afilada,
con la cartera de los libros apretada con los brazos en cruz contra el pecho, y con un
modo de andar de venada que la hacía parecer inmune a la gravedad. A su lado,
marcando el paso a duras penas, la tía con el hábito pardo y el cordón
de San Francisco no dejaba el menor resquicio para acercarse. Florentino Ariza las
veía pasar de ida y regreso cuatro veces al día, y una vez los domingos a la salida de la
misa mayor, y con ver a la niña le bastaba. Poco a poco fue idealizándola, atribuyéndole
virtudes improbables, sentimientos imaginarios, y al cabo de dos semanas ya no pensaba
más que en ella. Así que decidió mandarle una esquela simple escrita por ambos lados
con su preciosa letra de escribano. Pero la tuvo varios días en el bolsillo, pensando cómo
entregarla, y mientras lo pensaba escribía varios pliegos más antes de acostarse, de
modo que la carta original fue convirtiéndose en un diccionario de requiebros, inspirados
en los libros que había aprendido de memoria de tanto leerlos en las esperas del parque.
Buscando el modo de entregar la carta trató de conocer a algunas estudiantes de
la Presentación, pero estaban demasiado lejos de su mundo. Además, al cabo de muchas
vueltas no le pareció prudente que alguien se enterara de sus pretensiones. Sin
embargo, logró saber que Fermina Daza había sido invitada a un baile de sábado unos
días después de su llegada, y que el padre no le había permitido asistir con una frase
terminante: “Cada cosa se hará a su debido tiempo”. La carta tenía más de sesenta
pliegos escritos por ambos lados cuando Florentino Ariza no pudo resistir más la opresión
de su secreto, y se abrió sin reservas a su madre, la única persona con quien se permitía algunas confidencias. Tránsito Ariza se conmovió hasta las lágrimas por el candor del hijo
en asuntos de amores, y trató de orientarlo con sus luces. Empezó por convencerlo de
que no entregara el mamotreto lírico, con el que sólo lograría asustar a la niña de sus
sueños, a quien suponía tan verde como él en los negocios del corazón. El primer paso,
le dijo, era lograr que ella se diera cuenta de su interés, para que su declaración no la
fuera a tomar por sorpresa y tuviera tiempo de pensar.
-Pero sobre todo -le dijo-, a la primera que tienes que conquistar no es a ella sino
a la tía.
Ambos consejos eran sabios, sin duda, pero tardíos. En realidad, el día en que
Fermina Daza descuidó un instante la lección de lectura que estaba dándole a la tía, y
levantó la vista para ver quién pasaba por el corredor, Florentino Ariza la había
impresionado por su aura de desamparo. Por la noche, durante la comida, su padre había
hablado del telegrama, y fue así como ella supo qué había ido a hacer Florentino Ariza a
la casa, y cuál era su oficio. Estas noticias aumentaron su interés, pues para ella, como
para tanta gente de la época, el invento del telégrafo tenía algo que ver con la magia. Así
que reconoció a Florentino Ariza desde la primera vez que lo vio leyendo bajo los árboles
del parquecito, aunque no le dejó ninguna inquietud mientras la tía no la hizo caer en la
cuenta de que había estado allí desde hacía varias semanas. Después, cuando lo vieron
también los domingos a la salida de misa, la tía acabó de convencerse de que tantos
encuentros no podían ser casuales. Dijo: “No será por mí que se toma semejante
molestia”. Pues a pesar de su conducta austera y su hábito de penitente, la tía
Escolástica Daza tenía un instinto de la vida y una vocación de complicidad que eran sus
mejores virtudes, y la sola idea de que un hombre se interesara por la sobrina le causaba
una emoción irresistible. Sin embargo, Fermina Daza estaba todavía a salvo hasta de la
simple curiosidad del amor, y lo único que le inspiraba Florentino Ariza era un poco de
lástima, porque le pareció que estaba enfermo. Pero la tía le dijo que era necesario haber
vivido mucho para conocer la índole verdadera de un hombre, y estaba convencida de
que aquel que se sentaba en el parque para verlas pasar, sólo podía estar enfermo de
amor.
La tía Escolástica era un refugio de comprensión y afecto para la hija solitaria de
un matrimonio sin amor. Ella la había criado desde la muerte de la madre, y en relación
con Lorenzo Daza se comportaba más como cómplice que como tía. Así que la aparición
de Florentino Ariza fue para ellas una más de las muchas diversiones íntimas que solían
inventarse para entretener sus horas muertas. Cuatro veces al día, cuando pasaban por
el parquecito de los Evangelios, ambas se apresuraban a buscar con una mirada
instantánea al centinela escuálido, tímido, poquita cosa, casi siempre vestido de negro a
pesar del calor, que fingía leer bajo los árboles. “Ahí está”, decía la que lo descubría
primero, reprimiendo la risa, antes de que él levantara la vista y viera a las dos mujeres
rígidas, distantes de su vida, que atravesaban el parque sin mirarlo.
-Pobrecito -había dicho la tía---. No se atreve a acercarse porque voy contigo,
pero un día lo intentará si sus intenciones son serias, y entonces te entregará una carta.
Previendo toda clase de adversidades le enseñó a comunicarse con letras de
mano, que era un recurso indispensable de los amores prohibidos. Aquellas travesuras
desprevenidas, casi pueriles, le causaban a Fermina Daza una curiosidad novedosa, pero
no se le ocurrió durante varios meses que llegara más lejos. Nunca supo en qué
momento la diversión se le convirtió en ansiedad, y la sangre se le volvía de espuma por
la urgencia de verlo, y una noche despertó despavorida porque lo vio mirándola en la
oscuridad a los pies de la cama. Entonces deseó con el alma que se cumplieran los
pronósticos de la tía, y rogaba a Dios en sus oraciones que él tuviera valor para
entregarle la carta, sólo por saber qué decía.
Pero sus ruegos no fueron atendidos. Al contrario. Esto sucedía por la época en
que Florentino Ariza se confesó con su madre y ésta lo disuadió de entregar los setenta
folios de requiebros, así que Fermina Daza siguió esperando todo el resto del año. Su
ansiedad se convertía en desesperación a medida que se acercaban las vacaciones de se sentó en la otra silla. Florentino Ariza, con una camelia blanca en el ojal de la levita,
atravesó entonces la calle y se paró frente a ella. Dijo: “Esta es la ocasión más grande de
mi vida”. Fermina Daza no levantó la vista hacia él, sino que examinó el contorno con
una mirada circular y vio las calles desiertas en el sopor de la sequía y un remolino de
hojas muertas arrastradas por el viento.
-Démela -dijo.
Florentino Ariza había pensado llevarle los setenta folios que entonces podía
recitar de memoria de tanto leerlos, pero luego se decidió por media esquela sobria y
explícita en la que sólo prometió lo esencial: su fidelidad a toda prueba y su amor para
siempre. La sacó del bolsillo interno de la levita, y la puso frente a los ojos de la
bordadora atribulada que aún no se había atrevido a mirarlo. Ella vio el sobre azul
temblando en una mano petrificada de terror, y levantó el bastidor para que él pusiera la
carta, pues no podía admitir que también a ella se le notara el temblor de los dedos.
Entonces ocurrió: un pájaro se sacudió entre el follaje de los almendros, y su cagada
cayó justo sobre el bordado. Fermina Daza apartó el bastidor, lo escondió detrás de la
silla para que él no se diera cuenta de lo que había pasado, y lo miró por primera vez con
la cara en llamas. Florentino Ariza, impasible con la carta en la mano, dijo: “Es de buena
suerte”. Ella se lo agradeció con su primera sonrisa, y casi le arrebató la carta, la dobló y
se la escondió en el corpiño. Él le ofreció entonces la camelia que llevaba en el ojal. Ella
la rechazó: “Es una flor de compromiso”. Enseguida, consciente de que el tiempo se le
agotaba, volvió a refugiarse en su compostura.
-Ahora váyase -dijo- y no vuelva más hasta que yo le avise.
Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto
desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las
noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a
su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el
sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque
su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El
padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de
Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera
vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los
sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor
en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le
bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar
una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones
de flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el
consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario:
gozar de su martirio.
Tránsito Ariza era una cuarterona libre con un instinto de la felicidad malogrado
por la pobreza, y se complacía en los sufrimientos del hijo como si fueran suyos. Le hacía
beber las infusiones cuando lo sentía delirar y lo arropaba con mantas de lana para
engañar a los escalofríos, pero al mismo tiempo le daba ánimos para que se solazara en
su postración.
-Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía-, que
estas cosas no duran toda la vida.


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