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El amor en los tiempos del cólera - 36

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:40:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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En el primer aniversario de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas
de invitación a una misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza
había mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna
señal, y esto lo impulsó a la decisión audaz de asistir a la misa aunque no estuviera
invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor. Los escaños de las
primeras filas, reservados con carácter vitalicio y hereditario, tenían en el espaldar una
placa de cobre con el nombre del dueño. Florentino Ariza llegó entre los primeros
invitados para sentarse en un sitio por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo.
Pensó que los mejores serían los de la nave central a continuación de los escaños
reservados, pero era tanta la concurrencia que tampoco allí encontró un lugar libre, y
tuvo que sentarse en la nave de los parientes pobres. Desde allí vio entrar a Fermina
Daza del brazo de su hijo, vestida de terciopelo negro hasta los puños, sin ningún
aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los pies, como
una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del sombrero con velillo
de las otras viudas, y aun de muchas señoras ansiosas de serlo. El rostro descubierto
tenía un resplandor de alabastro, los ojos lanceolados vivían con vida propia bajo las
enormes arañas de la nave central, y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí,
que no parecía mayor que el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos
en el respaldo del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella
no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.
Fermina Daza soportó la ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de
pie casi todo el tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final
rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la renovación
de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se abrió paso para darle
las gracias a cada uno de los invitados: un gesto renovador que iba muy de acuerdo con
su modo de ser. Saludando a unos y a otros llegó hasta los escaños de los parientes
pobres, y por último miró en torno suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a
nadie conocido. Florentino Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su
centro: ella lo había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con
la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa
muy dulce:
-Gracias por haber venido.
Pues no sólo había recibido las cartas, sino que las había leído con un grande
interés, y había encontrado en ellas serios motivos de reflexión para seguir viviendo.
Estaba en la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la
curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el rostro al
reconocer la inicial de la firma. Pero lo asimiló al instante y se guardó la carta en el
bolsillo del delantal. Dijo: “Es un pésame del gobierno”. La hija se sorprendió: “Ya han
llegado todos”. Ella no se inmutó: “Este es otro”. Su propósito era quemar la carta más
tarde, lejos de las preguntas de la hija, pero no pudo resistir la tentación de echarle
antes una ojeada. Esperaba una réplica merecida a su carta de injurias, que había empezado a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado
señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado en el
mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla con tranquilidad
antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.
Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían
pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le
desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban,
nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de
que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de
dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le revelaba un Florentino Ariza
desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su
juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del
hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este
pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó
a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una
tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble
de borrar el pasado.
Las cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos,
después de leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba
quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a
recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba deseando para no
destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era conservarlas para ella, sino esperar
una ocasión de devolvérselas a Florentino Ariza para que no fuera a perderse algo que a
ella le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas
siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo
devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que
explicarlo en una carta que su orgullo se negaba a escribir.
Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado
del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos,
en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba
sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso,
donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía
vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad
agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras
tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo,
entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que
parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el
colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”.
El se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas
diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su
sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen
matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda
ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido
en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas
felices.
En los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba
la atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se
complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su medio de
origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de aquel Nueva York
trepidante del charleston donde empezaban a crecer los rascacielos, pero no soportaban
la prueba de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuarenta
grados a la sombra. Así que regresaba con media docena de baúles verticales, enormes,
de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña
y señora de las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en
oro sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una vez. Pues para eso habían sido compradas: para que los otros las vieran una vez. Ella había
tomado conciencia de la vanidad de su imagen pública desde mucho antes de que
empezara a envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: “Hay que salir de tantos
chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos
estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir para llenarlos de nuevo.
Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio para una cosa más, ni había en ningún
sitio una cosa que en realidad sirviera para algo, como camisas colgadas en las manijas
de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina.
Así que una mañana en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos,
vaciaba los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los
montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no hubo
ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas de Europa de
los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por
las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que compraban las negras en el mercado
para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía en estado de
emergencia, y costaba trabajo respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de
naftalina. Pero la calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de
tanta seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes y desperdicios de
pasamanería, tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.
-Esto es pecado quemarlo -decía---, con tanta gente que no tiene ni que comer.
Así que la quemazón se aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino
cambiar de lugar, de sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas en
depósito de saldos, mientras los espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a
llenarse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a morir en los
roperos: hasta la siguiente quemazón. Ella decía: “Habría que inventar qué se hace con
las cosas que no sirven para nada pero que tampoco se pueden botar”. Así era: la
aterrorizaba la voracidad con que los objetos iban invadiendo los espacios de vivir,
desplazando a los humanos, arrinconándolos, hasta que Fermina Daza los ponía donde
no se vieran. Pues no era tan ordenada como se creía, sino que tenía un método propio y
desesperado para parecerlo: escondía el desorden. El día en que murió Juvenal Urbino
tuvieron que desocupar la mitad del estudio y amontonar las cosas en los dormitorios
para tener un espacio donde velarlo.
El paso de la muerte por la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa del
marido, Fermina Daza se dio cuenta de que el pulso no le había temblado, y con el
mismo impulso siguió prendiendo la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo
y lo nuevo, sin pensar en la envidia de los ricos ni en la retaliación de los pobres que se
morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no quedó
ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad. Sólo
entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y
suya.
Ofelia, la hija, la acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a los
suyos a almorzar en familia los domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las
amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la crisis
del duelo, jugaban a las barajas frente al patio pelado, ensayaban nuevas recetas de
cocina, la ponían al día sobre la vida secreta del mundo insaciable que seguía existiendo
sin ella. Una de las más asiduas fue Lucrecia del Real del Obispo, una aristócrata a la
antigua con quien siempre mantuvo una buena amistad, y que se acercó más a ella
desde la muerte de Juvenal Urbino. Envarada por la artritis y arrepentida de su mal vivir,
Lucrecia del Real le llevaba entonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba
los proyectos cívicos y mundanos que se preparaban en la ciudad, y esto la hacía sentirse
útil por ella misma y no por la sombra protectora del marido. Sin embargo, nunca como
entonces se le identificó tanto con él, pues le quitaron el nombre de soltera con el que
siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda de Urbino.
Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de
la muerte del esposo, Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco, silencioso: la floresta de lo irremediable. No era muy consciente todavía, ni lo fue en
varios años, de cuánto la ayudaron a recobrar la paz del espíritu las meditaciones
escritas de Florentino Ariza. Fueron ellas, aplicadas a sus experiencias, lo que le permitió
entender su propia vida, y a esperar con serenidad los designios de la vejez. El encuentro
en la misa de conmemoración fue una ocasión providencial de darle a entender a
Florentino Ariza que también ella, gracias a sus cartas de aliento, estaba dispuesta a
borrar el pasado.
Dos días después recibió de él una carta distinta: escrita a mano, en papel de hilo,
y con su nombre completo de remitente muy claro en el dorso del sobre. Era la misma
letra florida de las primeras cartas, la misma voluntad lírica, pero aplicadas a un párrafo
sencillo de gratitud por la deferencia del saludo en la catedral. Fermina Daza siguió
pensando en ella con las nostalgias alborotadas varios días después de leerla, y con la
conciencia tan limpia que el jueves siguiente le preguntó a Lucrecia del Real del Obispo,
sin que viniera a cuento, si por casualidad conocía a Florentino Ariza, el dueño de los
buques del río. Lucrecia contestó que sí: “Parece que es un súcubo perdido”. Repitió la
versión corriente de que nunca se le había conocido mujer, habiendo sido tan buen
partido, y que tenía una oficina secreta para llevar a los niños que perseguía de noche
por los muelles. Fermina Daza había oído esa leyenda desde que tenía memoria, y nunca
la creyó ni le dio importancia. Pero cuando la oyó repetida con tanta convicción por
Lucrecia del Real del Obispo, de quien también se había dicho en un tiempo que era de
gustos raros, no pudo resistir el apremio de poner las cosas en su puesto. Le contó que
conocía a Florentino Ariza desde niño. Le recordó que su madre tenía una mercería en la
Calle de las Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para
deshilacharlas y venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Y
concluyó con certeza: “Es gente honrada, hecha a puro pulso”. Fue tan vehemente, que
Lucrecia retiró lo dicho: “Al fin y al cabo, también de mí dicen lo mismo”. Fermina Daza
no tuvo la curiosidad de preguntarse por qué hacía una defensa tan apasionada de un
hombre que sólo había sido una sombra en su vida. Siguió pensando en él, sobre todo
cuando llegaba el correo sin una nueva carta suya. Habían trascurrido dos semanas de
silencio, cuando una de las muchachas del servicio la despertó de la siesta con un
susurro de alarma.
-Señora -le dijo-, ahí está don Florentino.
Ahí estaba. La primera reacción de Fermina Daza fue de pánico. Alcanzó a pensar
que no, que volviera otro día a una hora más apropiada, que no estaba en condiciones de
recibir visitas, que no había nada de que hablar. Pero se repuso enseguida, y ordenó que
lo hicieran pasar a la sala y le llevaran un café mientras ella se arreglaba para atenderlo.
Florentino Ariza había esperado en la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de
las tres, pero con las riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera
con una excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del
recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la sala no tuvo
tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las entrañas se le llenaron
de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se sentó sin respirar, asediado por el
recuerdo maldito de la cagada de pájaro en su primera carta de amor, y permaneció
inmóvil en la penumbra mientras pasaba la primera racha de escalofrío, resuelto a
aceptar cualquier desgracia en ese momento, menos aquel percance injusto.
Se conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había
traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o cuatro veces
había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, se daba
cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: “No creo en Dios,
pero le tengo miedo”. No tuvo tiempo de ponerlo en duda: trató de rezar cualquier
oración que recordara, pero no la encontró. Siendo niño, otro niño le había enseñado
unas palabras mágicas para acertarle a un pájaro con una piedra: “Tino tino si no te pego
te escarabino”. La probó cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y
el pájaro cayó fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver
con la otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo efecto.

Una torcedura de las tripas como un eje de espiral lo levantó en el asiento, la espuma de
su vientre cada vez más espesa y dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un
sudor helado. La criada que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él
suspiró: “Es el calor”. Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde
le dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido que no
soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en la penumbra,
y se asustó de verlo en semejante estado.
-Puede quitarse el saco -le dijo.
Más que la torcedura mortal, a él le hubiera dolido que ella alcanzara a oír el
borboriteo de sus tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que
sólo había pasado a preguntarle cuándo podía recibirle una visita. Ella, de pie,
desconcertada, le dijo: “Pues ya está aquí”. Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio
donde habría menos calor. Él se negó con una voz que a ella le pareció más bien un
suspiro de lástima.
-Le ruego que sea mañana -dijo.
Ella recordó que mañana era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real
del Obispo, pero le dio una solución inapelable: “Pasado mañana a las cinco”. Florentino
Ariza se lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin
probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender qué era lo
que acababa de ocurrir, hasta que se extinguió en el fondo de la calle el petardeo del
automóvil. Florentino Ariza buscó entonces la posición menos dolorida en el asiento
posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue
como volver a nacer. El chofer, que después de tantos años a su servicio ya no se
sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal
de la casa, le dijo:
-Tenga cuidado, don Floro, eso parece el cólera.
Pero era lo de siempre. Florentino Ariza se lo agradeció a Dios el viernes a las
cinco en punto, cuando la criada lo condujo a través de la penumbra de la sala hasta la
terraza del patio, y allí encontró a Fermina Daza junto a una mesita puesta para dos
personas. Le ofreció té, chocolate o café. Florentino Ariza pidió café, muy caliente y muy
fuerte, y ella ordenó a la criada: “Para mí lo de siempre”. Lo de siempre era una infusión
bien cargada de diversas clases de tés orientales, que le alzaban el ánimo después de la
siesta. Cuando ella terminó con la marmita, y él con la jarra de café, ya ambos habían
intentado e interrumpido varios temas, no tanto porque de veras les interesaran, como
por eludir los otros que ni él ni ella se atrevían a tocar. Ambos estaban intimidados, sin
entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de
nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al
otro a tan corta distancia y con bastante tiempo para verse con serenidad después de
medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte,
sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino
de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos.
Ella pensó que él iba a convencerse por fin de la irrealidad de su sueño, y eso iba
a redimirlo de su impertinencia.
Para evitar silencios incómodos o temas indeseables, ella hizo preguntas obvias
sobre los buques fluviales. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado
una vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. Ella no sabía
el motivo, y él hubiera dado el alma por decírselo. Tampoco ella conocía el río. Su marido
compartía la aversión a los aires andinos, y la disimulaba con argumentos variados: los
peligros de la altura para el corazón, el riesgo de una pulmonía, la doblez de la gente, las
injusticias del centralismo. Así que conocían medio mundo pero no conocían su país. En
la actualidad había un hidroavión Junkers que iba de pueblo en pueblo por la cuenca de
La Magdalena, como un saltamontes de aluminio, con dos tripulantes, seis pasajeros y
las sacas del correo. Florentino Ariza comentó: “Es como un cajón de muerto por el aire”.

Ella había estado en el primer viaje en globo, y no había sufrido ningún sobresalto, pero
apenas si podía creer que fuera la misma que se atrevió a semejante aventura. Dijo: “Es
distinto”. Queriendo decir que era ella la que había cambiado, no los modos de viajar.
A veces la sorprendía el ruido de los aviones. Los había visto pasar muy bajos,
haciendo maniobras acrobáticas, en el centenario de la muerte de El Libertador. Uno de
ellos, negro como un gallinazo enorme, pasó rozando los techos de las casas de La
Manga, dejó un pedazo de ala en un árbol vecino, y quedó colgado de los cables
eléctricos. Pero ni aun así había asimilado Fermina Daza la existencia de los aviones. Ni
siquiera había tenido la curiosidad de ir en los últimos años hasta la ensenada de
Manzanillo, donde acuatizaban los hidroaviones después de que las lanchas del resguardo
espantaban las canoas de pescadores y los botes de recreo, cada vez más numerosos.
Así de vieja como estaba la habían escogido para recibir con un ramo de rosas a Charles
Lindbergh cuando vino en su vuelo de buena voluntad, y no entendió cómo podía
elevarse un hombre tan grande, tan rubio, tan guapo, dentro de un aparato que parecía
de hojalata arrugada, y que dos mecánicos empujaron por la cola para ayudarlo a subir.
La idea de que unos aviones que no eran mucho más grandes pudieran llevar ocho
personas no le cabía en la cabeza. En cambio, había oído decir que los buques fluviales
eran una delicia porque no se balanceaban como los de mar, pero tenían otros peligros
más graves, como los bancos de arena y los asaltos de bandoleros.
Florentino Ariza le explicó que todo eso eran leyendas de otros tiempos: los
buques actuales tenían un salón de baile, camarotes tan amplios y lujosos como cuartos
de hotel, con baño privado y ventiladores eléctricos, y desde la última guerra civil no
había más asaltos armados. Le explicó además, con la satisfacción de un triunfo
personal, que estos progresos se debían más que nada a la libertad de navegación
propugnada por él, que había estimulado la competencia: en vez de una empresa única,
como antes, había tres muy activas y prósperas. Sin embargo, el rápido progreso de la
aviación era un peligro real para todos. Ella trató de consolarlo: los buques existirían
siempre, porque no eran muchos los locos dispuestos a meterse en un aparato que
parecía ser contra natura. Por último, Florentino Ariza habló de los avances del correo,
tanto en el transporte como en el reparto, tratando de que ella le hablara de sus cartas.
Pero no lo consiguió.
Poco después, sin embargo, la ocasión llegó sola. Se habían alejado mucho del
tema, cuando una criada los interrumpió para entregarle a Fermina Daza una carta
recibida en ese instante por el correo urbano especial, de creación reciente, que utilizaba
el mismo sistema de reparto de los telegramas. Ella no pudo encontrar las gafas de leer,
como le ocurría siempre. Florentino Ariza se mantuvo sereno.
-No será necesario -dijo-: esa carta es mía.
Así era. La había escrito el día anterior, en un terrible estado de depresión por no
haber podido superar la vergüenza de su primera visita frustrada. En ella se excusaba
por la impertinencia de querer visitarla sin permiso previo, y desistía del propósito de
volver. La había echado en el buzón sin pensarlo dos veces, y cuando reflexionó ya era
demasiado tarde para recuperarla. Sin embargo, no le parecieron necesarias tantas
explicaciones, sino que le pidió a Fermina Daza el favor de no leer la carta.
-Claro -dijo ella-. Al fin y al cabo, las cartas son del que las escribe. ¿No es cierto?
Él dio un paso firme.
-Así es -dijo-. Por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura.
Ella pasó por alto la intención y le devolvió la carta, diciendo: “Es una lástima que
no pueda leerla, porque las otras me han servido mucho”. Él respiró a fondo, sorprendido
de que ella hubiera dicho de un modo tan espontáneo mucho más de lo que él esperaba,
y le dijo: “No se imagina qué feliz me hace saberlo”. Pero ella cambió el tema, y él no
consiguió que lo reanudara en el resto de la tarde.

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