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El amor en los tiempos del cólera - 32

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:30:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Florentino Ariza era muy sensible a esos tropiezos de la edad. Siendo todavía
joven, interrumpía la lectura de versos en los parques para observar a las parejas de
ancianos que se ayudaban a atravesar la calle, y eran lecciones de vida que le habían
servido para vislumbrar las leyes de su propia vejez. A la edad del doctor Juvenal -Urbino
aquella noche en el cine, los hombres florecían en una especie de juventud otoñal,
parecían más dignos con las primeras canas, se volvían ingeniosos y seductores, sobre
todo a los ojos de las mujeres jóvenes, mientras que sus esposas marchitas tenían que
aferrarse de su brazo para no tropezar hasta con la propia sombra. Pocos años después,
sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio de una vejez
infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas establecidas las que tenían
que llevarlos del brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su
orgullo de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un
charco en mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo
muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en
el último río de la vida. Florentino Ariza se había visto tantas veces en ese espejo, que no
le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a la edad infame en que tuviera que ser llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese día, y sólo ese, tendría que renunciar a la
esperanza de Fermina Daza.
El encuentro le espantó el sueño. En vez de llevar a Leona Cassiani en el coche, la
acompañó a pie a través de la ciudad vieja, donde sus pasos resonaban como herraduras
de caballería sobre los adoquines. A veces se escapaban retazos de voces fugitivas por
los balcones abiertos, confidencias de alcobas, sollozos de amor magnificados por la
acústica fantasmal y la fragancia caliente de los jazmines en las callejuelas dormidas.
Una vez más, Florentino Ariza tuvo que apelar a todas sus fuerzas para no revelarle a
Leona Cassiani su amor reprimido por Fermina Daza. Caminaban juntos, con sus pasos
contados, amándose sin prisa como novios viejos, ella pensando en las gracias de
Cabiria, y él pensando en su propia desgracia. Un hombre estaba cantando en un balcón
de la Plaza de la Aduana, y su canto fue repitiéndose por todo el recinto en ecos
encadenados: Cuando yo cruzaba por las olas inmensas del mar. En la calle de los Santos
de Piedra, justo cuando debía despedirla frente a su casa, Florentino Ariza le pidió a
Leona Cassiani que lo invitara a un brandy. Era la segunda vez que lo solicitaba en
circunstancias similares. La primera, diez años antes, ella le había dicho: “Si subes a esta
hora tendrás que quedarte para siempre”. Él no subió. Pero ahora habría subido de todos
modos, aunque después tuviera que violar su palabra. No obstante, Leona Cassiani lo
invitó a subir sin compromisos.
Fue así como se encontró cuando menos lo pensaba en el santuario de un amor
extinguido antes de nacer. Los padres de ella habían muerto, su único hermano había
hecho fortuna en Curazao, y ella vivía sola en la antigua casa familiar. Años antes,
cuando aún no había renunciado a la esperanza de hacerla su amante, Florentino Ariza
solía visitarla los domingos con el consentimiento de sus padres, y a veces por las noches
hasta muy tarde, y había hecho tantos aportes a los arreglos de la casa que terminó por
reconocerla como suya. Sin embargo, aquella noche después del cine tuvo la sensación
de que la sala de visitas había sido purificada de sus recuerdos. Los muebles estaban en
lugares distintos, había otros cromos colgados en las paredes, y él pensó que tantos
cambios encarnizados habían sido hechos a propósito para perpetuar la certidumbre de
que él no había existido jamás. El gato no lo reconoció. Asustado por la saña del olvido,
dijo: “Ya no se acuerda de mí”. Pero ella le replicó de espaldas, mientras servía los
brandis, que si eso le preocupaba podía dormir tranquilo, porque los gatos no se
acuerdan de nadie.
Recostados en el sofá, muy juntos, hablaron de ellos, de lo que fueron antes de
conocerse una tarde de quién sabe cuándo en el tranvía de mulas. Sus vidas transcurrían
en oficinas contiguas, y nunca hasta entonces habían hablado de nada distinto del
trabajo diario. Mientras conversaban, Florentino Ariza le puso la mano en el muslo,
empezó a acariciarlo con su suave tacto de seductor curtido, y ella lo dejó hacer, pero no
le devolvió ni un estremecimiento de cortesía. Sólo cuando él trató de ir más lejos le
cogió la mano exploradora y le dio un beso en la palma.
-Pórtate bien -le dijo-. Hace mucho tiempo me di cuenta que no eres el hombre
que busco.
Siendo muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la
había tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le había
hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por
todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedara allí para siempre, para
morirse de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero
estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de hacer
el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: “Si alguna vez sabes de un
tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los
Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede
encontrarme”. Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le
quedaban esperanzas. Florentino Ariza le había escuchado muchas veces ese relato como
hubiera oído los adioses de un barco en la noche. Cuando dieron las dos de la madrugada se habían tomado tres brandis cada uno, y él sabía, en efecto, que no era el hombre que
ella esperaba, y se alegró de saberlo.
-Bravo, leona -le dijo al marcharse-, hemos matado el tigre.
No fue lo único que terminó aquella noche. El infundio maligno del pabellón de
tísicos le había estropeado el ensueño, porque le infundió la sospecha inconcebible de
que Fermina Daza era mortal, y por tanto podía morir antes que el esposo. Pero cuando
la vio tropezar a la salida del cine, dio por su propia cuenta un paso más hacia el abismo,
con la revelación súbita de que era él y no ella el que podía morir primero. Fue un
presagio, y de los más temibles, porque estaba sustentado en la realidad. Detrás habían
quedado los años de la espera inmóvil, de las esperanzas venturosas, pero en el
horizonte no se vislumbraba nada más que el piélago insondable de las enfermedades
imaginarias, las micciones gota a gota en las madrugadas de insomnio, la muerte diaria
al atardecer. Pensó que cada uno de los instantes del día, que antes habían sido más que
sus aliados sus cómplices juramentados, empezaban a conspirar en contra suya. Pocos
años antes había acudido a una cita aventurada con el corazón oprimido por el terror del
azar, había encontrado la puerta sin cerrojo y los goznes acabados de aceitar para que él
entrara sin ruido, pero se arrepintió en el último instante, por temor de causarle a una
mujer ajena y servicial el perjuicio irreparable de morirse en su cama. De modo que era
razonable pensar que la mujer más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde
un siglo hasta el otro sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del
brazo a través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas por
el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la muerte.
La verdad es que para los criterios de su época, Florentino Ariza había pasado de
largo por los linderos de la vejez. Tenía cincuenta y seis años, muy bien cumplidos, y
pensaba que eran también los mejor vividos, porque fueron años de amor. Pero ningún
hombre de la época hubiera afrontado el ridículo de parecer joven a su edad, así lo fuera
o lo creyera, ni todos se hubieran atrevido a confesar sin vergüenza que aún lloraban a
escondidas por un desaire del siglo anterior. Era una mala época para ser joven: había
un modo de vestirse para cada edad, pero el modo de la vejez empezaba poco después
de la adolescencia, y duraba hasta la tumba. Era, más que una edad, una dignidad social.
Los jóvenes se vestían como sus abuelos, se hacían más respetables con los lentes
prematuros, y el bastón era muy bien visto desde los treinta años. Para las mujeres sólo
había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la
edad de ser solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las
viudas, las abuelas, eran una especie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en
relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para morir.
Florentino Ariza, en cambio, se enfrentó a las insidias de la vejez con una
temeridad encarnizada, aun a sabiendas de que tenía la extraña suerte de parecer viejo
desde muy niño. Al principio fue una necesidad. Tránsito Ariza desbarataba y volvía a
coser para él las ropas que su padre decidía botar en la basura, así que iba a la escuela
primaria con unas levitas que le arrastraban cuando se sentaba, y unos sombreros
ministeriales que se le hundían hasta las orejas, a pesar de que tenían el cerco
disminuido con relleno de algodón. Como además usaba lentes de miope desde los cinco
años, y tenía el mismo cabello indio de su madre, que era herizado y grueso como cerdas
de caballo, su aspecto no dejaba nada en claro. Por fortuna, después de tantos
desórdenes de gobierno por tantas guerras civiles superpuestas, los criterios escolares
eran menos selectivos que antes, y había, un revoltijo de orígenes y condiciones sociales
en las escuelas públicas. Niños todavía no acabados de criar llegaban a las clases
apestando a pólvora de barricada, con insignias y uniformes de oficiales rebeldes
ganados a plomo en combates inciertos, y con sus armas de reglamento bien visibles en
el cinto. Se enfrentaban a tiros por cualquier pleito de recreo, amenazaban a los
maestros si los calificaban mal en los exámenes, y uno de ellos, estudiante de tercer
grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un balazo al hermano
Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la clase de catecismo que Dios
era miembro de número del partido conservador.

Por otra parte, los niños de las grandes familias en desgracia andaban vestidos de
príncipes antiguos, y algunos muy pobres andaban descalzos. Entre tantas rarezas
venidas de todas partes, Florentino Ariza estaba de todos modos entre los más raros,
pero no tanto como para llamar demasiado la atención. Lo más duro que oyó fue que
alguien le gritara en la calle: “Al pobre y al feo, todo se les va en deseo”. De cualquier
modo, aquel atuendo impuesto por la necesidad, era ya desde entonces, y lo fue por el
resto de su vida, el más adecuado a su índole enigmática y su carácter sombrío. Cuando
le dieron su primer cargo importante en la C.F.C., mandó hacer ropas sobre medida con
el mismo estilo que tenían las de su padre, a quien él evocaba como un anciano que
había muerto a la venerable edad de Cristo: treinta y tres años. Así que Florentino Ariza
pareció siempre mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zuleta,
una amante fugaz que le servía las verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el
primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo tenía veinte
años menos. Sin embargo, nunca supo cómo remediarlo, primero porque su gusto
personal no le daba para vestirse de otro modo, y segundo porque nadie sabía cómo
vestirse de más jóven a los veinte años, a menos que sacara otra vez del ropero sus
pantalones cortos y la gorra de grumete. Por otra parte, a él mismo no le era posible
escapar a la noción de vejez de su tiempo, así que era apenas natural que cuando vio
tropezar a Fermina Daza a la salida del cine, lo hubiera estremecido el relámpago pánico
de que la puta muerte iba a ganarle sin remedio su encarnizada guerra de amor.
Hasta entonces, su gran batalla librada a brazo partido y perdida sin gloria, había
sido la de la calvicie. Desde que vio los primeros cabellos que se quedaban enredados en
la peinilla, se dio cuenta de que estaba condenado a un infierno cuyo suplicio es
inimaginable para quienes no lo padecen. Resistió durante años. No hubo glostoras ni
tricóferos que no probara, ni creencia que no creyera, ni sacrificio que no soportara para
defender de la devastación voraz cada pulgada de su cabeza. Se aprendió de memoria
las instrucciones del Almanaque Bristol para la agricultura, porque le oyó decir a alguien
que el crecimiento del cabello tenía una relación directa con los ciclos de las cosechas.
Abandonó a su peluquero de toda la vida, que era calvo de solemnidad, y lo cambió por
un foráneo recién llegado que sólo cortaba el cabello cuando la luna entraba en cuarto
creciente. El nuevo peluquero había empezado a demostrar que en realidad tenía la
mano fértil, cuando se descubrió que era un violador de novicias buscado por varias
policías de las Antillas, y se lo llevaron arrastrando cadenas.
Florentino Ariza había recortado para entonces cuanto anuncio para calvos
encontró en los periódicos de la cuenca del Caribe, en los cuales publicaban los dos
retratos juntos del mismo hombre, primero pelado como un melón y luego más peludo
que un león: antes y después de usar la medicina infalible. Al cabo de seis años había
ensayado ciento setenta y dos, además de otros métodos complementarios que
aparecían en la etiqueta de los frascos, y lo único que consiguió con uno de ellos fue una
eccema del cráneo, urticante y fétida, llamada tifia boreal por los santones de la
Martinica, porque irradiaba un resplandor fosforescente en la oscuridad. Recurrió por
último a cuantas yerbas de indios pregonaban en el mercado público, y a cuantos
específicos mágicos y pócimas orientales se vendían en el Portal de los Escribanos, pero
cuando vino a darse cuenta de la estafa ya tenía una tonsura de santo. En el año cero,
mientras la guerra civil de los Mil Días desangraba el país, pasó por la ciudad un italiano
que fabricaba pelucas de cabello natural sobre medida. Costaban una fortuna, y el
fabricante no se hacía responsable de nada al cabo de tres meses de uso, pero fueron
pocos los calvos solventes que no cedieron a la tentación. Florentino Ariza fue uno de los
primeros. Se probó una peluca tan parecida a su cabello original, que él mismo temía que
se le erizara con los cambios de humor, pero no pudo asimilar la idea de llevar en la
cabeza los cabellos de un muerto. Su único consuelo fue que la avidez de la calvicie no le
dio tiempo de conocer el color de sus canas. Un día, uno de los borrachitos felices del
muelle fluvial lo abrazó con más efusión que de costumbre cuando lo vio salir de la
oficina, le quitó el sombrero ante las burlas de los estibadores, y le dio un beso sonoro en
la crisma.
-¡Pelón divino! -gritó.

Esa noche, a los cuarenta y ocho años, se hizo cortar las escasas pelusas que le
quedaban en los lados y en la nuca, y asumió a fondo su destino de calvo absoluto. A tal
punto, que todas las mañanas antes del baño se cubría de espuma no sólo el mentón,
sino también las partes del cráneo donde empezaran a retoñar los cañones, y se dejaba
todo como nalgas de niño con una navaja barbera. Hasta entonces no se quitaba el
sombrero ni siquiera dentro de la oficina, pues la calvicie le causaba una sensación de
desnudez que le parecía indecente. Pero cuando la asimiló a fondo le atribuyó virtudes
varoniles de las cuales había oído hablar, y que él menospreciaba como puras fantasías
de calvos. Más tarde se acogió a la nueva costumbre de cruzarse el cráneo con los
cabellos largos de la crencha derecha, y nunca más la abandonó. Pero aun así siguió
usando el sombrero, siempre del mismo estilo fúnebre, aun después de que se impuso la
moda del sombrero de tartarita, que era el nombre local del canotié.
La pérdida de los dientes, en cambio, no había sido por una calamidad natural,
sino por la chapucería de un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección
ordinaria. El terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al
dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de
soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el
cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi
esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para ver
dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de postemillas.
El tío León XII le mandó al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y
pantalones de montar que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental
completo dentro de unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del
terror en los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a
Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos,
para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie, aquella
cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural de la masacre sin
anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura postiza, primero porque una de
las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos
mandíbulas y las dejaba hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término
a los dolores de muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta
crueldad como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como
había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre
del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica. De
modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor Adonay, y
sobrellevó la convalecencia con un estoicismo de un burro de carga.
El tío León XII se ocupó de los detalles de la operación como si hubiera sido en
carne propia. Tenía un interés singular en las dentaduras postizas, contraído en una de
sus primeras navegaciones por el río de La Magdalena, y por culpa de su afición
maniática por el bel canto. Una noche de luna llena, a la altura del puerto de Gamarra,
apostó con un agrimensor alemán que era capaz de despertar a las criaturas de la selva
cantando una romanza napolitana desde la baranda del capitán. Por poco no ganó. En las
tinieblas del río se sentían los aleteos de las garzas en los pantanos, el coletazo de los
caimanes, el pavor de los sábalos tratando de saltar a tierra firme, pero en la nota
culminante, cuando se temió que al cantor se le rompieran las arterias por la potencia del
canto, la dentadura postiza se le salió de la boca con el aliento final, y se hundió en el
agua.
El buque tuvo que demorarse tres días en el puerto de Tenerife, mientras le hacían
otra dentadura de emergencia. Quedó perfecta. Pero en la navegación de regreso~
tratando de explicarle al capitán cómo había perdido la dentadura anterior, el tío León XII
aspiró a pleno pulmón el aire ardiente de la selva, dio la nota más alta de que fue capaz,
la sostuvo hasta el último aliento tratando de espantar a los caimanes asoleados que
contemplaban sin parpadbar el paso del buque, y también la dentadura nueva se hundió
en la corriente. Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos
lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo
dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando
de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera
víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera
de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y
otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa,
que le imprimiera un toque adicional de verdad. Por fin, un domingo de ramos alborotado
por campanas de fiesta, Florentino Ariza volvió a la calle con una identidad nueva, cuya
sonrisa sin errores le dejó la impresión de que alguien distinto de él había ocupado su
lugar en el mundo.

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