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El amor en los tiempos del cólera - 34

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:34:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Las oficinas estaban cerradas y a oscuras por el día feriado, y en el muelle
desierto había sólo un buque con las calderas apagadas. El bochorno anunciaba lluvias,
las primeras del año, pero la transparencia del aire y el silencio dominical del puerto
parecían de un mes benigno. Desde allí era más crudo el mundo que en la penumbra del
camarote, y dolían más los dobles aun sin saber por quién eran. Florentino Ariza y la niña
bajaron al patio de salitre que había servido de puerto negrero a los españoles y donde
todavía quedaban restos de la pesa y otros fierros carcomidos del comercio de esclavos.
El automóvil los esperaba a la sombra de las bodegas, y no despertaron al chofer
dormido sobre el volante mientras no estuvieron instalados en los asientos. El automóvil
dio la vuelta por detrás de las bodegas cercadas con alambre de gallinero, atravesó el
espacio del antiguo mercado de la bahía de las Ánimas, donde había adultos casi
desnudos jugando a la pelota, y salió del puerto fluvial entre una polvareda ardiente.
Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por Jeremiah.
de Saint-Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le puso al chofer la mano
en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién estaban doblando las campanas.
-Es por el médico ese de la chivera -dijo el chofer---. ¿Cómo se llama?
Florentino Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo,
cuando el chofer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció,
porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su
muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba. Pero era
el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad,
y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina
dorsal despedazada, a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango
cuando trataba de coger un loro.
Todo lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba
fundado en la esperanza de esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se sintió
sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios,
sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo mismo habría podido ser por
él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en el automóvil que rodaba a saltos por
las calles de piedras, América Vicuña se asustó de su palidez y le preguntó qué le
pasaba. Florentino Ariza le cogió la mano con su mano helada.
-Ay, mi niña -suspiró-, me harían falta otros cincuenta años para contarte.
Se olvidó del entierro de Jeremiah de Saint Amour. Dejó a la niña en la puerta del
internado con la promesa apresurada de que volvería por ella el sábado siguiente, y
ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal Urbino. Encontró un tumulto
de automóviles y coches de alquiler en las calles contiguas, y una multitud de curiosos
frente a la casa. Los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían recibido la mala
noticia en el apogeo de la fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la
casa a causa de la muchedumbre, pero Florentino Ariza logró abrirse paso hasta el
dormitorio principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio
a Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó hablar
de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El carpintero acababa
de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con el mismo vestido de abuela
recién casada que se había puesto para la fiesta, Fermina Daza estaba absorta y mustia.
Florentino Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos
desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor
temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los
métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no
les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como
nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de
desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin en favor suyo, le
infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de
viuda, el Juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre.
No le negaba a su conciencia que había sido un acto irreflexivo, sin el menor
sentido del cómo ni del cuándo, y apresurado por el miedo de que la ocasión no se
repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas veces de un
modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había salido de la casa del
duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado de conmoción en que él estaba,
pero nada habría podido hacer por impedirlo, porque sentía que aquella noche bárbara
estaba escrita desde siempre en el destino de ambos.

No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se
preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué
iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había
dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un
tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las lavativas. Sus
dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía
desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina
después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante
estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como
siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas
goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó
otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor,
tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero
desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de
que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y
no tenía como seguir: era el final. El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de
las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán,
y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios
de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las
gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el primer
espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de
medio siglo.
Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia
ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza como una carta de amor. Había
puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más
hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la
ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas, con el cual trataba
de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado. Quería ser otra vez ella misma,
recuperar todo cuanto había tenido que ceder en medio siglo de una servidumbre que la
había hecho feliz, sin duda' pero que una vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los
vestigios de su identidad. Era un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se
había vuelto inmensa y solitaria, y en la cual vagaba a la deriva, preguntándose
angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla
dejado sola en medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama
debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo
de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir,
el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte.
Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en
la frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le
venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna
vez él le había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores,
calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo
estar donde ya no estaba.
Al despertar en su primera mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama,
todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo,
y fue en ese momento cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de
que él había pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la
mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la certidumbre rara
de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que su hija Ofelia viniera de
Nueva Orleans, con el esposo y las tres niñas, para sentarse otra vez a comer en la
mesa, pero no en la de siempre, sino en una mesa improvisada, más pequeña, que hizo
poner en el corredor. Hasta entonces no había hecho ninguna comida regular. Pasaba por
la cocina a cualquier hora, cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía
un poco de todo sin ponerlo en un plato, de pie frente a la hornilla, hablando con las
mujeres del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que mejor se entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la presencia del
marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, en cualquier
cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba. Pues si bien le parecía
honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse en
el dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto
le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin
él.
Fue una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que ella
pusiera en la oficina el costurero que nunca tuvo de casada. Por su parte, la hija se
llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados para las
subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio para Fermina Daza,
aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas compradas por ella en su viaje
de bodas eran ya reliquias de anticuarios. Contra el estupor callado de las sirvientas, de
los vecinos, de las amigas cercanas que venían a acompañarla en aquellos días, hizo
prender una hoguera en un solar vacío detrás de la casa, y allí quemó todo lo que le
recordaba al esposo: las ropas más costosas y elegantes que se vieron en la ciudad
desde el siglo anterior, los zapatos más finos, los sombreros que se parecían a él más
que sus retratos, el mecedor de siesta del que se había levantado por última vez para
morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban parte de su identidad.
Lo hizo sin una sombra de duda, por la certidumbre plena de que su esposo lo habría
aprobado, y no sólo por higiene. Pues él le había expresado muchas veces su deseo de
ser incinerado, y no recluido en, la oscuridad sin resquicios de una caja de cedro. Su
religión se lo impedía, desde luego: se había atrevido a sondear el criterio del arzobispo,
por si acaso, y éste le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque
la Iglesia no permitía la existencia de hornos crematorios en nuestros cementerios, ni
para uso de religiones distintas de la católica, y a nadie más que al mismo Juvenal Urbino
se le hubiera ocurrido la conveniencia de construirlos. Fermina Daza no olvidó este terror
del esposo, y aun en la confusión de las primeras horas se acordó de ordenar al
carpintero que le dejara el consuelo de una brecha de luz en el ataúd.
De todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cuenta muy pronto
de que el recuerdo del esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía serlo al
paso de los días. Peor aún: después de la incineración de las ropas no sólo seguía
añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por encima de todo, lo que
más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos la ayudaron a salir
de los manglares del duelo. Por encima de todo, tomó la determinación firme de
continuar la vida recordando al esposo como si no hubiera muerto. Sabía que el
despertar de cada mañana seguiría siendo difícil, pero lo sería cada vez menos.
Al término de la tercera semana, en efecto, empezó a vislumbrar las primeras
luces. Pero a medida que aumentaban y se hacían más claras, iba tomando conciencia de
que había en su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un instante de paz. No
era el fantasma de lástima que la acechaba en el parquecito de Los Evangelios, y que ella
solía evocar desde la vejez con una cierta ternura, sino el fantasma abominable de la
levita de verdugo y el sombrero apoyado en el pecho, cuya impertinencia estúpida la
había perturbado de tal modo que ya le era imposible no pensar en él. Siempre, desde
que ella lo rechazó a los dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado en él una
semilla de odio que el tiempo no haría sino aumentar. Había contado con ese odio en
todo momento, lo sentía en el aire cuando el fantasma estaba cerca, su sola visión la
perturbaba, la asustaba de tal modo que nunca encontró una manera natural de
comportarse con él. La noche en que él le reiteró su amor, todavía con las flores del
esposo muerto perfumando la casa, ella no pudo entender que aquel desplante no fuera
el primer paso de quién sabe qué siniestro propósito de venganza.
La persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando
en él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de
la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de
olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba
de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él
la amaba, porque nada de eso existía ya como entonces. Habían cambiado todo, se
habían llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua
del héroe decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin nombre, sin
fechas, sin motivos que lo justificaran, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual
habían instalado los controles eléctricos del sector. Su casa, vendida por fin hacía
muchos años, se desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le
resultaba fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir
que aquel muchacho taciturno, tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo carcamal
apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin
el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a fuego vivo
que seguía estorbándole para respirar.
La prima Hildebranda Sánchez había venido a visitarla poco después de que ella
estuviera en su hacienda de Flores de María reponiéndose de la mala hora de la señorita
Lynch. Había llegado vieja, gorda, feliz, acompañada por el hijo mayor, que había sido
coronel del ejército, como el padre, pero que fue repudiado por él a raíz de su actuación
indigna en la matanza de los obreros del banano en San Juan de la Ciénaga. Las dos
primas se habían visto muchas veces, y siempre se les iban las horas añorando la época
en que se conocieron. En su última visita, Hildebranda estaba más nostálgica que nunca,
y muy afectada por la carga de la vejez. Para mayor regodeo de la añoranza, trajo su
copia del retrato de dama antigua que les había tomado el fotógrafo belga la tarde en
que el joven Juvenal Urbino le dio la estocada de gracia a la voluntariosa Fermina Daza.
La copia de ésta se había perdido, y la de Hildebranda era casi invisible, pero ambas se
reconocieron a través de las brumas del desencanto: jóvenes y bellas como no volverían
a serlo jamás.
Para Hildebranda era imposible no hablar de Florentino Ariza, porque siempre
identificó su suerte con la suya. Lo evocaba como el día en que puso su primer
telegrama, y nunca consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste
condenado al olvido. Por su parte, Fermina lo había visto muchas veces, sin conversar
con él, desde luego, y no podía concebir que fuera el mismo de su primer amor. Siempre
le habían llegado noticias de él, como tarde o temprano le llegaban las de todo el que
significara algo en la ciudad. Se decía que no se había casado porque era de costumbres
distintas, pero tampoco a esto le puso atención, en parte porque nunca hizo caso de
rumores, y en parte porque de todos modos se decían cosas semejantes de muchos
hombres insospechables. En cambio, le parecía extraño que Florentino Ariza persistiera
en sus atuendos místicos, en sus lociones raras, y que siguiera siendo tan enigmático
después de abrirse paso en la vida de un modo tan espectacular, y además tan honrado.
No le era posible creer que fuera el mismo, y siempre se sorprendía cuando Hildebranda
suspiraba: “¡Pobre hombre, cómo debe haber sufrido! “. Pues ella lo veía sin dolor desde
hacía mucho tiempo: era una sombra borrada.
Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella
regresó de Flores de María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que
estuviera con una mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien
conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez
fuera ella y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la
señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años,
siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo,no sólo le
pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término
natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración
dramática de un amor que para ella no había existido nunca, y a una edad en que a
Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.
La rabia mortal del primer impacto seguía intacta después de la cremación
simbólica del marido, y más crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de
dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera
de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba
en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le
daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón.
Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una
carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames,
que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga
vida.
También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La
noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles
desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la
piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más
de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas.
En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del
diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de
todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe
estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza
reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a
la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una
canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la
muerte.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su
cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que
se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo
que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había
una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un
grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la
madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin
duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier
circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él
llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era
demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo
sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le
ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era
diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de
encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba' medio
ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella,
Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos
botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba
en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que
él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin
preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro,
el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para
verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura
metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
-Asilo para un pobre huérfano -dijo.
Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había
envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual
modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran
del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y
volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron:
cuarenta años antes.

-Estás como para un entierro -le dijo ella.
Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la
ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto
desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de
artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden
de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias,
que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares
de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas
limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de
plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un
cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían
manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón
de Prudencia Pitre, poco después del medio día, cuando se desplomó el diluvio, y el
cortejo se dispersó en estampida.
-Qué manera más absurda de morirse --dijo ella.
-La muerte no tiene sentido del ridículo -dijo él, y agregó con pena-: sobre todo a
nuestra edad.
Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo
que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte,
gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían
encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza
en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y
sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que
habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por
horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía
posible.
Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por
casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad,
a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo
sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara
acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de
amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde
siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre
para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él
arregló las cosas para que Prudencia Pitre volvieraa casarse con un agente de comercio
que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y
cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a
compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios
de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había
recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo
que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué caraj
o, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si
ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había
comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de
nadie.

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