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El amor en los tiempos del cólera - 30

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:53:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa
durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo
había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque
uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni
un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun
contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella
no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de
visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada
de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos,
de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y
puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque
no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con
él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para
hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba. Quería encontrar la
verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de
encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez
congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.
No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos
comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se
conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de
su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su
orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que
creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase
escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está
esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles
con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.
Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo
encontraba evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a
las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes,
sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las
controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida
de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado
fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le
parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la
juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no
era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba
despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla
dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la
cabeza en la almohada, y dijo:
-Debió ser que lo soñaste.
Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que
Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el
ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último
cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco
en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros
espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos
en su salud espiritual, recibió
una respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de
comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho
años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal,
sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor.
Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo
contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse
era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una
tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su
lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas
hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:
-Doctor.
Él estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el
mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui. Ella insistió:
-Mírame a la cara.
Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que
quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.

-¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
-Tú lo sabes mejor que yo -dijo ella.
No dijo nada más. Volvió a bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El
doctor Juvenal Urbino supo entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado.
Al contrario de la forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento
sísmico del corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido
más temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la
señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.
El doctor Juvenal Urbino la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno
en la consulta externa del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que
algo irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de
huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza,
vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un sombrero del mismo
género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta los párpados. Parecía de
un sexo más definido que el del resto de los humanos. El doctor juvenal Urbino no
atendía en el servicio externo, pero siempre que pasaba por allí con tiempo de sobra
entraba a recordarles a sus alumnos mayores que no hay mejor medicina que un buen
diagnóstico. De modo que se las arregló para estar presente en el examen de la mulata
imprevista, cuidándose de que sus discípulos no le notaran un gesto que no pareciera
casual, y apenas sin fijarse en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su
identidad. Esa tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que
ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de marzo en la
terraza.
Era una típica casa antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con
ventanas de anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada
sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la jaula
colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria, y los niños que
salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas firmes para impedir que se
espantara el caballo. Fue una suerte, pues la señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de
reconocer al doctor. Lo saludó con un ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un
café mientras pasaba el desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre,
oyéndola hablar de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana
y lo único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En alguna
ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa, que tarde o
temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo
la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a sí mismo, que conocía la
fortaleza de sus raíces morales, se había reído del pronóstico. Pues bien: ahí estaba.
La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del reverendo
Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por
los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses
que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo. Hablaba
un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos frecuentes
aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se había divorciado
poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que estuvo mal casada dos años,
y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo: “No tengo más amor que mi turpial”.
Pero el doctor Urbino era demasiado serio para pensar que lo dijera con intención. Al
contrario: se preguntó confundido si tantas facilidades juntas no serían una trampa de
Dios para después cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un
disparate teológico debido a su estado de confusión.
Ya para despedirse, hizo un comentario casual sobre la consulta médica de la
mañana, sabiendo que nada le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y
ella fue tan espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente,
a las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía que
un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él la tranquilizó: “En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”. Luego
hizo la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala
Crianza, sábado, 4 p.m. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha
aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la evolución de la
enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le ocurrió que era una de
esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de Nueva Orleans, pero la dirección le
hizo pensar que más bien debía ser de Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin
dolor de los gustos de su marido.
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto,
cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos
de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión
semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la
señorita Lynch. era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus
muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de
dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor
humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta
externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el
doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó
sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose
de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era
tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no
ya como el médico mejor calificado del litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios
atormentado por el desorden de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en
su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente,
indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: “Lo que usted quiere puede
suceder, pero así no será”. La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y
cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no estaba pensando en su ciencia,
dijo:
-Yo creía que esto era no permitido por la ética.
Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó
las manos y la cara con una toalla.
-La ética --dijo- se imagina que los médicos somos de palo.
Ella le tendió una mano agradecida.
-El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer -dijo-.
Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con
tanto ruido.
-No he dejado de pensar en usted un solo instante -dijo él.
Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso
a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.
-Lo sé desde que te vi en la hospital, doctor -dijo-. Negra soy, pero no bruta.
No fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y
amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad de
seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo más lejos que
llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y auscultación con todas
las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle la ropa. Él, por su parte, no pudo
soltar la carnada una vez mordida, y perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones
de orden práctico, la relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero
él era demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para
seguir adelante. Fue su límite.
El reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su
mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y cargada de
provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro inconveniente era la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por
las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las
ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando
la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un
turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía
los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los
salmos de la tarde.
Tenían que escoger una hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos
posibilidades: en la pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando
también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas.
Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado
sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en familia. El tercer
problema, y el más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin el
coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer
cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera
del alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se
hicieron demasiado evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a
preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no
estuviera tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción
extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:
-Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías -le
dijo-. Pues bien: lo doy por no dicho.
No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad
mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la
iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar
suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no servían de
mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían descifrar la
verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las
correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el
secreto de sus enfermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la
presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser
por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.
El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos
tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión
de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que
todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban
las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los
encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa.
Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros
compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a-medida que el coche se acercaba a
la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo
obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver
desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la
hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces
se iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía
enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos
los días.
De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo
demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que
ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan
pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse
una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con
volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad
iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo
feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero
panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el
saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con
los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con
su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando
ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto
en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo
mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo
para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a
la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de
valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un
brasero.
No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la
siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden
antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco
en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de
morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la
tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo
oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.
Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio
cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados
en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban
a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que
sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le
había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se
enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico
con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los
adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las
enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él
los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir
sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca
pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto
todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor:
no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad.
Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: “Lo
único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero cuando se encontró
perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.
Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon
en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin
tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado
de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como
un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un
instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez
y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a
los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de
terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho
años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más
lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su
conciencia.

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