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El amor en los tiempos del cólera - 15

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:50:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Era consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber. La sola idea de
construir un acueducto parecía fantástica, pues quienes hubieran podido impulsarla
disponían de aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín
las aguas llovidas durante años. Entre los muebles más preciados de la época estaban los
tinajeros de madera labrada cuyos filtros de piedra goteaban día y noche dentro de las
tinajas. Para impedir que alguien bebiera en el mismo jarro de aluminio con que se
sacaba el agua, éste tenía los bordes dentados como la corona de un rey de burlas. El
agua era vidriada y fresca en la penumbra de la arcilla cocida, y dejaba un regusto de
floresta. Pero el doctor Juvenal Urbino no incurría en estos engaños de purificación, pues
sabía que a despecho de tantas precauciones el fondo de las tinajas era un santuario de
gusarapos. Había pasado las lentas horas de su infancia contemplándolos con un
asombro casi místico, convencido como tanta gente de entonces que los gusarapos eran
los animes, unas criaturas sobrenaturales que cortejaban a las doncellas desde los
sedimentos de las aguas pasmadas, y eran capaces de furiosas venganzas de amor.
Había visto de niño los destrozos en la casa de Lázara Conde, una maestra de escuela
que se atrevió a desairar a los animes, y había visto el reguero de vidrios en la calle y el
montón de piedras que tiraron durante tres días y tres noches contra las ventanas. De
modo que pasó mucho tiempo antes de que aprendiera que los gusarapos eran en
realidad las larvas de los zancudos, pero lo aprendió para no olvidarlo jamás, porque
desde entonces se dio cuenta de que no sólo ellos sino otros muchos animes malignos
podían pasar intactos a través de nuestros cándidos filtros de piedra.
Al agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la
hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor sino
inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba a la escuela
primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los potrosos sentados a la puerta
de sus casas en las tardes de calor, abanicándose el testículo enorme como si fuera un
niño dormido entre las piernas. Se decía que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre
en las noches de tormenta y se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca
una pluma de gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra
grande y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el
doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia científica de
estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición local que muchos se
oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes por temor de que le quitaran
su virtud de causar una potra honorable.
Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía
alarmado el estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado
frente a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero
ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del mundo. Era rico, en
efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más alarmante. Estaba asentado en
su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era allí donde los
eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se
arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras
podridas, basuras de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de
sangre. Los gallinazos se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña
perpetua, entre los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros
de los barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en el
suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran el matadero en
otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales como el que
había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan
rozagantes y limpias que daba lástima comérselas. Pero aun los más complacientes de
sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida
proclamando el orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias, su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor
Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la verdad.
-Cómo será de noble esta ciudad -decía- que tenemos cuatrocientos años de estar
tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.
Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras
víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once
semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos
insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los
arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los
conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de
la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina
con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza
voi Mentrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no
quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común
los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se
enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse
hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez
a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó
colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como
cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron
sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que
desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo
las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los
enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de
una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.
Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se
disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la
superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más
encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad
no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y
nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino
porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.
El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas
jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió
y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por
intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes
más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años
después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el
método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era
contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo
comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco
en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la
soledad de sus errores. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y
sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron
rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia
entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.
No vivió su gloria. Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que
había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se
apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en un cuarto de servicio
del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los
suyos, ajeno al horror de los pestíferos que agonizaban por los suelos de los corredores
desbordados, escribió para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por
haber existido, en la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida.
Fue un adiós de veintle pliegos desgarrados en los que se notaban los progresos del mal
por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien los había escrito para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus
disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto
por nadie que lo amara.
El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante
una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo:
“Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta de madurez:
eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia de la carta
póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se le reveló a fondo la imagen del
hombre al que había conocido antes que a otro ninguno, que lo había criado e instruido y
había dormido y fornicado treinta y dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes
de esa carta se le había mostrado tal como era en cuerpo y alma, por pura y simple
timidez. Hasta entonces, el doctor Juvenal Urbino y su familia habían concebido la
muerte como un percance que les ocurría a los otros, a los padres de los otros, a los
hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas lentas, a las
cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir, sino que iban
desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos, brumas de otra
época, hasta que los asimilaba el olvido. La carta póstuma de su padre, más que el
telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la certidumbre de la muerte. Y
sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos, quizás a los nueve años, a los once
años quizás, era en cierto modo una señal prematura de la muerte a través de su padre.
Ambos se habían quedado en la oficina de la casa una tarde de lluvias, él dibujando
alondras y girasoles con tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo
contra el resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las
mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda con un
rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo. Como no pudo, le
pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la rara sensación de no sentir su
propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre lo miró por encima del hombro con una
sonrisa triste.
-Si yo me muero ahora -le dijo- apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi
edad.
Lo dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la
penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su paso un
reguero de plumas, pero el niño no las vio. Habían pasado más de veinte años desde
entonces y Juvenal Urbino iba a tener muy pronto la edad que había tenido su padre
aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de serlo se había sumado ahora la
conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como él.
El cólera se le convirtió en una obsesión. No sabía de él mucho más de lo
aprendido de rutina en algún curso marginal, y le había parecido inverosímil que sólo
treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más de ciento cuarenta
mil muertos. Pero después de la muerte de su padre aprendió todo cuanto se podía
aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como una penitencia para apaciguar
su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los
cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista. De modo que
cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas
en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo
comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de que iba a
repetirse en cualquier momento.
No pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la
Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara
coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la
puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días
antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus
propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el
doctor Juvenal Urbino previno a sus colegas, consiguió que las autoridades dieran la
alarma a los puertos vecinos para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la
ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.
-Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-.
Ya no estamos en la Edad Media.
El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso,
pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta
constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños
habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos
tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en
efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en
cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno
de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa
cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al
quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los
riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor
sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho
posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue
endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La
Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las
advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder
público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de
Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado
distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por
reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales,
porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a
cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de
Fermina Daza.
Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó
vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le
pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la
posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos
los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la
población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los
almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las
otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que
parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano,
cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los
mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de
claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una
jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un
perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a
ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo
callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las
flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que
a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el
aliento desolado del mar.
Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal
Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia
por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza
vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió
por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado
antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un
recado:
-La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.

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El amor en los tiempos del cólera - 14

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EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Se sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de
pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que
anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las niñas, las de coco
para los locos, las de panela para Micaela. Pero ella fue indiferente al estruendo, cautivada de inmediato por un papelero que estaba haciendo demostraciones de tintas
mágicas de escribir, tintas rojas con el clima de la sangre, tintas con visos tristes para
recados fúnebres, tintas fosforescentes para leer en la oscuridad, tintas invisibles que se
revelaban con el resplandor de la lumbre. Ella las quería todas para jugar con Florentino
Ariza, para asustarlo con su ingenio, pero al cabo de varias pruebas se decidió por un
frasquito de tinta de oro. Luego fue con las dulceras sentadas detrás de sus grandes
redomas, y compró seis dulces de cada clase, señalándolos con el dedo a través del
cristal porque no lograba hacerse oír en la gritería: seis cabellitos de ángel, seis
conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis diabolines, seis
piononos, seis bocaditos de la reina, seis de esto y seis de lo otro, seis de todo, y los iba
echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible, ajena por completo al
tormento de los nubarrones de moscas sobre el almíbar, ajena al estropicio continuo,
ajena al vaho de sudores rancios que reverberaban en el calor mortal. La despertó del
hechizo una negra feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda y hermosa, que le
ofreció un triángulo de piña ensartado en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo
cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la vista
errante en la muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio. A sus
espaldas, tan cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla en el tumulto, había oído la
voz:
-Este no es un buen lugar para una diosa coronada.
Ella volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos glaciales, el
rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como los había visto en el tumulto de la
misa del gallo la primera vez que él estuvo tan cerca de ella, pero a diferencia de
entonces no sintió la conmoción del amor sino el abismo del desencanto. En un instante
se le reveló completa la magnitud de su propio engaño, y se preguntó aterrada cómo
había podido incubar durante tanto tiempo y con tanta sevicia semejante quimera en el
corazón. Apenas alcanzó a pensar: “¡Dios mío, pobre hombre!”. Florentino Ariza sonrió,
trató de decir algo, trató de seguirla, pero ella lo borró de su vida con un gesto de la
mano.
-No, por favor -le dijo-. Olvídelo.
Esa tarde, mientras su padre dormía la siesta, le mandó con Gala Placidia una
carta de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una
ilusión. La criada le llevó también sus telegramas, sus versos, sus camelias secas, y le
pidió que devolviera las cartas y los regalos que ella le había mandado: el misal de la tía
Escolástica, las nervaduras de hojas de sus herbarios, el centímetro cuadrado del hábito
de San Pedro Claver, las medallas de santos, la trenza de sus quince años con el lazo de
seda del uniforme escolar. En los días siguientes, al borde de la locura, él le escribió
numerosas cartas de desesperación, y asedió a la criada para que las llevara, pero ésta
cumplió las instrucciones terminantes de no recibir nada más que los regalos devueltos.
Insistió con tanto ahínco, que Florentino Ariza los mandó todos, salvo la trenza, que no
quería devolver mientras Fermina Daza no la recibiera en persona para conversar aunque
fuera un instante. No lo consiguió. Temiendo una determinación fatal de su hijo, Tránsito
Ariza se bajó de su orgullo y le pidió a Fermina Daza que le concediera a ella una gracia
de cinco minutos, y Fermina Daza la atendió un instante en el zaguán de su casa, de pie,
sin invitarla a entrar y sin un mínimo de flaqueza. Dos días después, al término de una
disputa con su madre, Florentino Ariza descolgó del muro de su dormitorio el nicho de
cristal polvoriento donde tenía expuesta la trenza como una reliquia sagrada, y la misma
Tránsito Ariza la devolvió en el estuche de terciopelo bordado con hilos de oro. Florentino
Ariza no tuvo nunca más una oportunidad de ver a solas a Fermina Daza, ni de hablar a
solas con ella en los tantos encuentros de sus muy largas vidas, hasta cincuenta y un
años y nueve meses y cuatro días después, cuando le reiteró el juramento de fidelidad
eterna y amor para siempre en su primera noche de viuda.
El doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho años.
Regresaba de una larga estancia en París, donde hizo estudios superiores de medicina y
cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole,
y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en
su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni
improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre
de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar a
quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró mantenerse en
estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos
plebeyos de Fermina Daza.
Le gustaba decir que aquel amor había sido el fruto de una equivocación clínica. Él
mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su vida,
cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de
la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra
igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una novia casual en un otoño tardío,
le parecía imposible concebir una dicha más pura que la de aquellas tardes doradas, con
el olor montuno de las castañas en los braseros, los acordeones lánguidos, los
enamorados insaciables que no acababan de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin
embargo, él se había dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar
por todo eso un solo instante de su Caribe en abril. Era todavía demasiado joven para
saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y
que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando volvió a ver desde
la baranda del barco el promontorio blanco del barrio colonial, los gallinazos inmóviles
sobre los tejados, las ropas de pobres tendidas a secar en los balcones, sólo entonces
comprendió hasta qué punto había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la
nostalgia.
El barco se abrió paso en la bahía a través de una colcha flotante de animales
ahogados, y la mayoría de los pasajeros se refugiaron en los camarotes huyendo de la
pestilencia. El joven médico bajó por la pasarela vestido de alpaca perfecta, con chaleco
y guardapolvos, con una barba de Pasteur juvenil y el cabello dividido por una raya neta
y pálida, y con dominio bastante para disimular el nudo de la garganta que no era de
tristeza sino de terror. En el muelle casi desierto, custodiado por soldados descalzos sin
uniforme, lo esperaban las hermanas y la madre con sus amigos más queridos. Los
encontró macilentos y sin porvenir, a pesar de sus aires mundanos, y hablaban de la
crisis y de la guerra civil como algo remoto y ajeno, pero todos tenían un temblor evasivo
en la voz y una incertidumbre en las pupilas que traicionaban a las palabras. La que más
lo conmovió fue la madre, una mujer todavía joven que se había impuesto en la vida con
su.elegancia y su ímpetu social, y que ahora se marchitaba a fuego lento en el aura de
alcanfor de sus crespones de viuda. Ella debió reconocerse en la turbación del hijo, pues
se anticipó a preguntarle en defensa propia por qué venía con esa piel traslúcida como de
parafina.
-Es la vida, madre -dijo él-. Uno se vuelve verde en París.
Poco después, ahogándose de calor junto a ella en el coche cerrado, no pudo
soportar más la inclemencia de la realidad que se metía a borbotones por la ventanilla. El
mar parecía de ceniza, los antiguos palacios de marqueses estaban a punto de sucumbir
a la proliferación de los mendigos, y era imposible encontrar la fragancia ardiente de los
jazmines detrás de los sahumerios de muerte de los albañales abiertos. Todo le pareció
más pequeño que cuando se fue, más indigente y lúgubre, y había tantas ratas
hambrientas en el muladar de las calles que los caballos del coche trastabillaban
asustados. En el largo camino desde el puerto hasta su casa en el corazón del barrio de
Los Virreyes, no encontró nada que le pareciera digno de sus nostalgias. Derrotado,
volvió la cabeza para que no lo viera su madre, y se soltó a llorar en silencio.
El antiguo palacio del Marqués de Casalduero, residencia histórica de los Urbino de
la Calle, no era el que se mantenía más altivo en medio del naufragio. El doctor Juvenal
Urbino lo descubrió con el corazón hecho trizas desde que entró por el zaguán tenebroso
y vio la fuente polvorienta del jardín interior, y la maraña de monte sin flores por donde
andaban las iguanas, y se dio cuenta de que faltaban muchas losas de mármol, y que otras estaban rotas, en la vasta escalera con barandales de cobre que conducía a las
estancias principales. Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto
en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años antes, y con él había
muerto el espíritu de la casa. Doña Blanca, la madre, sofocada por un luto previsto para
ser eterno, había sustituido con novenarios vespertinos las célebres veladas líricas y los
conciertos de cámara del marido muerto. Las dos hermanas, contra sus gracias naturales
y su vocación festiva, eran carne de convento.
El doctor Juvenal Urbino no durmió ni un instante la noche de su llegada, asustado
por la oscuridad y el silencio, y rezó tres rosarios al Espíritu Santo y cuantas oraciones
recordaba para conjurar calamidades y naufragios y toda clase de acechanzas de la
noche, mientras un alcaraván que se metió por la puerta mal cerrada cantaba cada hora,
a la hora en punto, dentro del dormitorio. Lo atormentaron los gritos alucinados de las
locas en el vecino manicomio de la Divina Pastora, la gota inclemente del tinajero en el
lebrillo cuya resonancia colmaba el ámbito de la casa, los pasos zancudos del alcaraván
perdido en el dormitorio, su miedo congénito a la oscuridad, la presencia invisible del
padre muerto en la vasta mansión dormida. Cuando el alcaraván cantó las cinco, junto
con los gallos del vecindario, el doctor Juvenal Urbino se encomendó en cuerpo y alma a
la Divina Providencia, porque no se sentía con ánimos para vivir un día más en su patria
de escombros. Sin embargo, el afecto de los suyos, los domingos campestres, los
halagos codiciosos de las solteras de su clase terminaron por mitigar las amarguras de la
primera impresión. Fue habituándose poco a poco a los bochornos de octubre, a los
olores excesivos, a los juicios prematuros de sus amigos, al mañana veremos, doctor, no
se preocupe, hasta que terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. No tardó en
concebir una justificación fácil para su abandono. Aquel era su mundo, se dijo, el mundo
triste y opresivo que Dios le había deparado, y a él se debía.
Lo primero que hizo fue tomar posesión del consultorio de su padre. Conservó en
su sitio los muebles ingleses, duros y serios, cuyas maderas suspiraban con los hielos del
amanecer, pero mandó para el desván los tratados de la ciencia virreinal y de la medicina
romántica, y puso en los anaqueles vidriados los de la nueva escuela de Francia.
Descolgó los cromos descoloridos, salvo el del médico disputándole a la muerte una
enferma desnuda, y el juramento hipocrático impreso en letras góticas, y colgó en su
lugar, junto al diploma único de su padre, los muchos y muy variados que él había
obtenido con calificaciones óptimas en distintas escuelas de Europa.
Trató de imponer criterios novedosos en el Hospital de la Misericordia, pero no le
fue tan fácil como le había parecido en sus entusiasmos juveniles, pues la rancia casa de
salud se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de poner las patas de las
camas en potes con agua para impedir que se subieran las enfermedades, o la de exigir
ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de cirugía, porque se daba por sentado
que la elegancia era una condición esencial de la asepsia. No podían soportar que el
joven recién llegado saboreara la orina del enfermo para descubrir la presencia de
azúcar, que citara a Charcot y a Trousseau como si fueran sus compañeros de cuarto,
que hacía en clase severas advertencias sobre los riesgos mortales de las vacunas y en
cambio tenía una fe sospechosa en el nuevo invento de los supositorios. Tropezaba con
todo: su espíritu renovador, su civismo maniático, su sentido del humor retardado en una
tierra de guasones inmortales, todo lo que era en realidad sus virtudes más apreciables
suscitaba el recelo de sus colegas mayores y las burlas solapadas de los jóvenes.
Su obsesión era el peligroso estado sanitario de la ciudad. Apeló a las instancias
más altas para que cegaran los albañales españoles, que eran un inmenso vivero de
ratas, y se construyeran en su lugar alcantarillas cerradas cuyos desechos no
desembocaran en la ensenada del mercado, como ocurría desde siempre, sino en algún
vertedero distante. Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas,
pero las dos terceras partes de la población hacinada en barracas a la orilla de las
ciénagas hacía sus necesidades al aire libre. Las heces se secaban al sol, se convertían
en polvo, y eran respiradas por todos con regocijos de pascua en las frescas y venturosas
brisas de diciembre. El doctor juvenal Urbino trató de imponer en el Cabildo un curso obligatorio de capacitación para que los pobres aprendieran a construir sus propias
letrinas. Luchó en vano para que las basuras no se botaran en los manglares, convertidos
desde hacía siglos en estanques de putrefacción, y para que se recogieran por lo menos
dos veces por semana y se incineraran en despoblado.


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El amor en los tiempos del cólera - 13

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:39:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de
amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los
sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a
conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el
farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del
mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego
con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y
a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se
quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus
voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba
de regreso en los relámpagos del faro.
Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los
Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban
separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la
izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía
contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse
observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus
trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los
cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres
las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los
mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza
con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas
las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía
verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los
clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de
probar los frutos insípidos del cercado ajeno.
Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no
fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo
real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los
amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro
vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su
lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y
más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran
entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el
puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única
manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío
pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían
pasado a ser de propiedad del estado.
Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la
novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo
presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada
en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar,
debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la
travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento
contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis,
amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la
estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que
varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la
cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los
ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror.

Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en
Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda
contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al
amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio
cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el
estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la
claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo
que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros
soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la
noche anterior.
El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado
hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo
mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya
vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo
fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la
única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas
de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva
guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las
provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el
puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses
y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los
camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con
una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los
cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el
viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien
dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste
se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara,
pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del
sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán,
con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el
regreso.
Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto
de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía
desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy
pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la
telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas
con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había
esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama
casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel
día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las
chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar
a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la
chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho,
después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura
recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero
estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que
entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla
vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo
palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la
hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un
imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor
invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le
hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban
chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes
para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.

-Te entrego las llaves de tu vida -le dijo.
Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que
cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una
noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la
ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe
decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de
versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien
se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto
costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios
mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho
tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún
medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había
muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los
telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar
un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.
La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta
que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la
misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de
semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del
lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó
en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que
perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros
gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde
la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y
estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de
amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado
por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina
Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las
entrañas.
Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que
llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el uniforme
escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y con la belleza
depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto a crecerle, pero no la
llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el hombro izquierdo, y aquel cambio
simple la había despojado de todo rastro infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su
sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su
camino. Pero el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a
precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el
tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la madurez
prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera vez en su
estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la muchedumbre.
Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que
correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y
un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas. Había
estado muchas veces en el comercio con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras
menudas, pues su padre en persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de
muebles y comida, sino inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida
fue para ella una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.
No prestó atención a los apremios de los culebreros que le ofrecían el jarabe para
el amor eterno, ni a las súplicas de los mendigos tirados en los zaguanes con sus Hagas
humeantes, ni al indio falso que trataba de venderle un caimán amaestrado. Hizo un
recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras que no tenían otro motivo
que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas. Entró en cada portal donde hubiera
algo que vender, y en todas partes encontró algo que aumentaba sus ansias de vivir.

Gozó con el hálito de vetiver de los paños en los arcones, se envolvió en sedas
estampadas, se rió de su propia risa al verse disfrazada de manola con una peineta y un
abanico de flores pintadas frente al espejo de cuerpo entero de El Alambre de Oro. En la
bodega de ultramarinos destapó un barril de arenques en salmuera que le recordó las
noches de nordeste, muy niña, en San Juan de la Ciénaga. Le dieron a probar una
morcilla de Alicante que tenía un sabor de regaliz, y compró dos para el desayuno del
sábado, y además unas pencas de bacalao y un frasco de grosellas en aguardiente. En la
tienda de especias, por el puro placer del olfato, estrujó hojas de salvia y orégano en las
palmas de las manos, y compró un puñado de clavos de olor, otro de anís estrellado, y
otros dos de jengibre y de enebro, y salió bañada en lágrimas de risa de tanto estornudar
por los vapores de la pimienta de Cayena. En la botica francesa, mientras compraba
jabones de Reuter y agua de benjuí, le pusieron detrás de la oreja un toque del perfume
que estaba de moda en París, y le dieron una tableta desodorante para después de
fumar.
Jugaba a comprar, es cierto, pero lo que de veras le hacía falta lo compraba sin
más vueltas, con una autoridad que no permitía pensar que lo hiciera por primera vez,
pues era consciente de que no compraba sólo para- ella sino también para él, doce
yardas de lino para los manteles de la mesa de ambos, el percal para las sábanas de
bodas con el relente de los humores de ambos al amanecer, lo más exquisito de cada
cosa para disfrutarlo juntos en la casa del amor. Pedía rebaja y sabía hacerlo, discutía
con gracia y dignidad hasta obtener lo mejor, y pagaba con piezas de oro que los
tenderos probaban por el puro gusto de oírlas cantar en el mármol del mostrador.
Florentino Ariza la espiaba maravillado, la perseguía sin aliento, tropezó varias
veces con los canastos de la criada que respondió a sus excusas con una sonrisa, y ella le
había pasado tan cerca que él alcanzó a percibir la brisa de su olor, y si entonces no lo
vio no fue porque no pudiera sino por la altivez de su modo de andar. Le parecía tan
bella, tan seductora, tan distinta de la gente común, que no entendía por qué nadie se
trastornaba como él con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se
le desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se volvía loco de
amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus manos, el oro de su
risa, No había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su carácter, pero no se atrevía a
acercársele por el temor de malograr el encanto. Sin embargo, cuando ella se metió en la
bullaranga del Portal de los Escribanos, él se dio cuenta de que estaba arriesgándose a
perder la ocasión anhelada durante años.
Fermina Daza compartía con sus compañeras de colegio la idea peregrina de que
El Portal de los Escribanos era un lugar de perdición, vedado, por su puesto, a las
señoritas decentes. Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se
estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se
volvía más denso y bullicioso el comercio popular. El nombre le venía de la Colonia,
porque allí se sentaban desde entonces los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y
medias mangas postizas, que escribían por encargo toda clase de documentos a precios
de pobre: memoriales de agravio o de súplica, alegatos jurídicos, tarjetas de
congratulación o de duelo, esquelas de amor en cualquiera de sus edades. No era de
ellos, desde luego, de quienes le venía la mala reputación a aquel mercado fragoroso,
sino de mercachifles más recientes que ofrecían por debajo del mostrador cuantos
artificios equívocos llegaban de contrabando en los barcos de Europa, desde postales
obscenas y pomadas alentadoras, hasta los célebres preservativos catalanes con crestas
de iguanas que aleteaban cuando era del caso, o con flores en el extremo para que
desplegaran sus pétalos a voluntad del usuario. Fermina Daza, poco diestra en el uso de
la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de
alivio para el sol bravo de las once.


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El amor en los tiempos del cólera - 12

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:36:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Por aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de
visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Asustada por las intenciones
de su padre, también Fermina Daza fue a consultarla. Las barajas le anunciaron que no
había en su porvenir ningún obstáculo para un matrimonio largo y feliz, y aquel
pronóstico le devolvió el aliento, porque no concebía que un destino tan venturoso
pudiera ser con un hombre distinto del que amaba. Exaltada por esa certidumbre, asumió
entonces el mando de su albedrío. Fue así como la correspondencia telegráfica con
Florentino Ariza dejó de ser un concierto de intenciones y promesas ilusorias, y se volvió
metódica y práctica, y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos,
empeñaron sus vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo con nadie,
donde fuera y como fuera, tan pronto como volvieran a encontrarse. Fermina Daza
consideraba tan severo este compromiso, que la noche en que su padre le dio permiso
para que asistiera a su primer baile de adultos, en la población de Fonseca, a ella no le
pareció decente aceptarlo sin el consentimiento de su prometido. Florentino Ariza estaba
aquella noche en el hotel de paso, jugando barajas con Lotario Thugut, cuando le
avisaron que tenía un llamado telegráfico urgente.
Era el telegrafista de Fonseca, que había enclavijado siete estaciones intermedias
para que Fermina Daza pidiera el permiso de asistir al baile. Pero una vez que lo obtuvo,
ella no se conformó con la simple respuesta afirmativa, sino que pidió una prueba de que
en efecto era Florentino Ariza quien estaba operando el manipulador en el otro extremo
de la línea. Más atónito que halagado, él compuso una frase de identificación: Dígale que
se lo juro por la diosa coronada. Fermina Daza reconoció el santo y seña, y estuvo en su
primer baile de adultos hasta las siete de la mañana, cuando debió cambiarse a las
volandas para no llegar tarde a la misa. Para entonces tenía en el fondo del baúl más cartas y telegramas de cuantos le había quitado su padre, y había aprendido a
comportarse con los modales de una mujer casada. Lorenzo Daza interpretó aquellos
cambios de su modo de ser como una evidencia de que la distancia y el tiempo la habían
restablecido de sus fantasías juveniles, pero nunca le planteó el proyecto del matrimonio
concertado. Sus relaciones se hicieron fluidas, dentro de las reservas formales que ella le
había impuesto desde la expulsión de la tía Escolástica, y esto les permitió una
convivencia tan cómoda que nadie habría dudado de que estaba fundada en el cariño.
Fue por esa época cuando Florentino Ariza decidió contarle en sus cartas que
estaba empeñado en rescatar para ella el tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se le
había ocurrido como un soplo de inspiración, una tarde de luz en que el mar parecía
empedrado de aluminio por la cantidad de peces sacados a flote por el barbasco. Todas
las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que
espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro
prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la
ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día
entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. Una de las
diversiones de Florentino Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina Daza, era ver desde
las escolleras cómo los pescadores cargaban sus cayucos con los enormes chinchorros de
peces dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de niños que nadaban como tiburones
pedían a los curiosos que les echaran monedas para rescatarlas del fondo del agua. Eran
los mismos que salían nadando con igual propósito al encuentro de los transatlánticos, y
sobre los cuales se habían escrito tantas crónicas de viaje en Estados Unidos y Europa,
por su maestría en el arte de bucear. Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun
antes que al amor, pero nunca se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de sacar a
flote la fortuna del galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el domingo siguiente hasta el
regreso de Fermina Daza, casi un año después, tuvo un motivo adicional de delirio.
Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una
exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza
no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de
buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de
profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo
un cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más
instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si sería capaz de
localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del
archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de
noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba
dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a
pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le
preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía
artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto
aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides
le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que
no había modo de ponerlo en duda. Al final le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del
cayuco, el alquiler del canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie
sospechara la verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón
de agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de cazador
para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un
cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La
intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible imaginar su color
original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza
decidió de inmediato que era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes
caudales, y la emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al amanecer, bien provistos y mejor
dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con el taparrabos que llevaba siempre, y
Florentino Ariza con la levita, el sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de
poeta en el cuello, y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el
primer domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen
buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la chatarra
de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la historia de cada
cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de cada boya, el origen de
cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena con que los españoles
cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera también cuál era el propósito de
su expedición, Florentino Ariza le hizo algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta
de que Euclides no tenía la menor sospecha del galeón hundido.
Desde que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino
Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los galeones.
Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En efecto, era la nave
insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708,
procedente de la feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte
de su fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de
perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció
aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro
destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas
de Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.
La Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de
distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra
francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente a los
cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, que
la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San
José no era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas
habían sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no
había duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique, con la
tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el
cargamento mayor.
Florentino Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de
la época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre
las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en
el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la
mano las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano,
que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del
remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le
indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que
encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón
percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio
desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más
aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos
levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos,
siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares
tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban
perdiendo el tiempo.
-Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le
dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara
con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos
de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se
volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para
encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el
transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba
dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino
Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo
el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que
estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza.
Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo
en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para
alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin
logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos
aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió
aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con
sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos
veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la
cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista.
Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se
encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves
sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las
naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con
su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las
once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose
por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San
José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era
la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo
de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones,
pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave.
Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de
costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del
tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las
pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena
carcomida por el salitre.
Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza
en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón
hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo
Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos
alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en
la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo
convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey
bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso,
Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde
ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza.
Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón
como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con
pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas
de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera
perdido el juicio.
Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya
no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino
de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la
fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había
de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las
piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su
hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su
negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los
pescadores, ni nunca más en ninguna parte.


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El amor en los tiempos del cólera - 11

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:31:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Trató de seducirla con toda clase de halagos. Trató de hacerle entender que el
amor a su edad era un espejismo, trató de convencerla por las buenas de que devolviera
las cartas y regresara al colegio a pedir perdón de rodillas, y le dio su palabra de honor
de que él sería el primero en ayudarla a ser feliz con un pretendiente digno. Pero era
como hablarle a un muerto. Derrotado, terminó por perder los estribos en el almuerzo
del lunes, y mientras se atragantaba de improperios y blasfemias al borde de la
conmoción, ella se puso el cuchillo de la carne en el cuello, sin dramatismo pero con
pulso firme, y con unos ojos atónitos que él no se atrevió a desafiar. Fue entonces
cuando asumió el riesgo de hablar cinco minutos, de hombre a hombre, con el
advenedizo infausto que no recordaba haber visto nunca, y que en tan mala hora se
había puesto de través en su vida. Por pura costumbre cogió el revólver antes de salir,
pero tuvo el cuidado de llevarlo escondido debajo de la camisa.
Florentino Ariza no había recobrado el aliento cuando Lorenzo Daza lo llevó del
brazo por la Plaza de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y lo
invitó a sentarse en la terraza. No había otros clientes a esa hora, y una matrona negra
fregaba las baldosas del enorme salón con vitrales astillados y polvorientos, cuyas sillas
estaban todavía puestas patas arriba sobre las mesas de mármol. Florentino Ariza había
visto allí muchas veces a Lorenzo Daza jugando y tomando vino de barril con los
asturianos del mercado público, mientras se peleaban a gritos por otras guerras crónicas
que no eran las nuestras. Muchas veces, consciente del fatalismo del amor, se
preguntaba cómo sería el encuentro que tarde o temprano iba a tener con él, y que
ningún poder humano había de impedir, porque estaba inscrito desde siempre en el
destino de ambos. Lo suponía como un altercado desigual, no sólo porque Fermina Daza
lo había prevenido en las cartas sobre el carácter tempestuoso de su padre, sino porque
él mismo había notado que sus ojos parecían coléricos hasta cuando reía a carcajadas en
la mesa de juego. Todo él era un tributo a la ordinariez: la panza innoble, el habla
enfática, las patillas de lince, las manos bastas con el anular sofocado por la montura de
ópalo. Su único rasgo enternecedor, que Florentino Ariza reconoció desde la primera vez
que lo vio caminar, era que tenía el mismo andar de venada de la hija. Sin embargo,
cuando le indicó la silla para que se sentara no lo encontró tan áspero como parecía, y
recobró el aliento cuando lo invitó a tomarse una copa de anisado. Florentino Ariza no lo
había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo estaba
necesitando con urgencia.
Lorenzo Daza, en efecto, no tardó más de cinco minutos para dar sus razones, y lo
hizo con una sinceridad desarmante que acabó de confundir a Florentino Ariza. A la
muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran
dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni
escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la
provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo
único peor que la mala salud es la mala fama”. Sin embargo, dijo, el verdadero secreto
de su fortuna era que ninguna de sus mulas trabajaba tanto y con tanta determinación
como él mismo, aun en los tiempos más agrios de las guerras, cuando los pueblos
amanecían en cenizas y los campos devastados. Aunque la hija no estuvo nunca al
corriente de la premeditación de su destino, se comportaba como un cómplice entusiasta.
Era inteligente y metódica, hasta el punto de que enseñó a leer al padre tan pronto como
aprendió ella, y a los doce años tenía un dominio de la realidad que le hubiera bastado
para llevar la casa sin necesidad de la tía Escolástica. Suspiró: “Es una mula de oro”.
Cuando la hija terminó la escuela primaria, con cinco en todo y mención de honor en el
acto de clausura, él comprendió que el ámbito de San Juan de la Ciénaga le quedaba
estrecho a sus ilusiones. Entonces liquidó tierras y animales, y se trasladó con ímpetus
nuevos y setenta mil pesos oro a esta ciudad en ruinas y con sus glorias apolilladas, pero
donde una mujer bella y educada a la antigua tenía aún la posibilidad de volver a nacer
con un matrimonio de fortuna. La irrupción de Florentino Ariza había sido un tropiezo
imprevisto en aquel plan encarnizado. “Así que he venido a hacerle una súplica”, dijo Lorenzo Daza. Mojó el cabo del tabaco en el anisado, le dio una chupada sin humo, y
concluyó con la voz afligida:
-Apártese de nuestro camino.
Florentino Ariza lo había escuchado bebiendo a sorbos el aguardiente de anís, y
tan absorto en la revelación del pasado de Fermina Daza que no se preguntó siquiera qué
iba a decir cuando tuviera que hablar. Pero llegado el momento se dio cuenta de que
cualquier cosa que dijera comprometía su destino.
-¿Usted habló con ella? -preguntó.
-Eso no le incumbe a usted -dijo Lorenzo Daza.
-Se lo pregunto -dijo Florentino Ariza- porque me parece que la que tiene que
decidir es ella.
-Nada de eso -dijo Lorenzo Daza-: esto es un asunto de hombres y se arregla
entre hombres.
El tono se había vuelto amenazante, y un cliente de una mesa cercana se volvió a
mirarlos. Florentino Ariza habló con la voz más tenue pero con la resolución más
imperiosa de que fue capaz:
-De todos modos -dijo- no puedo contestar nada sin saber qué piensa ella. Sería
una traición.
Entonces Lorenzo Daza se echó hacia atrás en el asiento con los párpados
enrojecidos y húmedos, y el ojo izquierdo giró en su órbita y quedó torcido hacia fuera.
También bajó la voz.
-No me fuerce a pegarle un tiro -dijo.
Florentíno Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz
no le tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.
-Péguemelo -dijo, con la mano en el pecho-. No hay mayor gloria que morir por
amor.
Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo
torcido. No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:
-¡Hi-jo-de-pu-ta!
Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación
alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera revuelta
con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le preguntó para dónde
iban, y él contestó: “Para la muerte”. Asustada por aquella respuesta que se parecía
demasiado a la verdad, trató de enfrentarlo con el coraje de los días anteriores, pero él
se quitó el cinturón con la hebilla de cobre macizo, se la enroscó en el puño, y dio en la
mesa un correazo que resonó en la casa como un disparo de rifle. Fermina Daza conocía
muy bien el alcance y la ocasión de su propia fuerza, de modo que hizo un petate con
dos esteras y una hamaca, y dos baúles grandes con todas sus ropas, segura de que era
un viaje sin regreso. Antes de vestirse, se encerró en el baño y alcanzó a escribirle a
Florentino Ariza una breve carta de adiós,en una hoja arrancada del cuadernillo de papel
higiénico. Luego se cortó la trenza completa desde la nuca con las tijeras de podar, la
enrolló dentro de un estuche de terciopelo bordado con hilos de oro, y la mandó junto
con la carta.
Fue un viaje demente. La sola etapa inicial en una caravana de arrieros andinos
duró once jornadas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada, embrutecidos
por soles desnudos o ensopados por las lluvias horizontales de octubre, y casi siempre
con el aliento petrificado por el vaho adormecedor de los precipicios. Al tercer día de
camino, una mula enloquecida por los tábanos se desbarrancó con su jinete y arrastró
consigo la cordada entera, y el alarido del hombre y su racimo de siete animales amarrados entre sí continuaba rebotando por cañadas y cantiles varias horas después del
desastre, y siguió resonando durante años y años en la memoria de Fermina Daza. Todo
su equipaje se despeñó con las mulas, pero en el instante de siglos que duró la caída
hasta que se extinguió en el fondo el alarido de pavor, ella no pensó en el pobre mulero
muerto ni en la recua despedazada, sino en la desgracia de que su propia mula no
estuviera también amarrada a las otras.
Era la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje
no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que nunca
más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde el comienzo del
viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste estaba tan confundido que
apenas le hablaba en casos indispensables, o le mandaba recados con los muleros.
Cuando tuvieron mejor suerte encontraron alguna fonda de vereda donde servían
comidas de monte que ella se negaba a comer, y les alquilaban camas de lienzo
percudidas de sudores y orines rancios. Lo más frecuente, sin embargo, era pasar la
noche en rancherías de indios, dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de
los caminos con hileras de horcones y techos de palma amarga, donde todo el que
llegaba tenía derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una
noche completa, sudando de miedo, sintiendo en la oscuridad el trajín de los viajeros
sigilosos que amarraban sus bestias en los horcones y colgaban las hamacas donde
podían.
Al atardecer, cuando llegaban los primeros, el lugar era despejado y tranquilo,
pero amanecía transformado en una plaza de feria, con un hacinamiento de hamacas
colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en cuclillas, y el berrinche
de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos de pelea en sus guacales de faraones,
y la mudez acezante de los perros montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la
guerra. Aquellas penurias eran familiares a Lorenzo Daza, que había traficado por la
región durante media vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer.
Para la hija era una agonía perpetua. La hedentina de las cargas de bagre salado,
sumada a la inapetencia propia de la añoranza, acabaron por estropearle el hábito de
comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un alivio en el
recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la tierra del olvido.
Otro terror constante era el de la guerra. Desde el principio del viaje se había
hablado del peligro de encontrar patrullas desperdigadas, y los arrieros los habían
instruido sobre los diversos modos de saber a qué- bando pertenecían para que
procedieran en consecuencia. Era frecuente encontrar una partida de soldados de a
caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos reclutas enlazándolos como
novillos en plena carrera. Agobiada por tantos horrores, Fermina Daza se había olvidado
de aquel que le parecía más legendario que inminente, hasta una noche en que una
patrulla sin filiación conocida secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un
campano a media legua de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos,
pero los hizo descolgar y les dio cristiana sepultura en acción de gracias por no haber
corrido igual suerte. No era para menos. Los asaltantes lo habían despertado con un
cañón de escopeta en el vientre, y un comandante en harapos con la cara pintada de
negro-humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal o conservador.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo Lorenzo Daza-. Soy súbdito español.
-¡Qué suerte! -dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto-: ¡Viva
el rey!
Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre
población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en
las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y campanas. Estaban
armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda.
Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez, hermano de su madre, que había
salido a recibirlos en el camino real al frente de una bulliciosa cabalgata de parientes
juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en
el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía
más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor
oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.
Tan pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron
desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con
sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este
mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único
que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos
años mayor que ella y con su misma altivez imperial, fue la única que comprendió su
estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas
de un amor temerario. Al anochecer la llevó al dormitorio que había preparado para
compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de
sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo
como si fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con
compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían los
fundamentos de la casa.
Hacia la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en
varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón
de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas y
almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad.
Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con tranca y sacó de
debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con los emblemas del
Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de
la prima para que retoñara en la memoria de su corazón el olor pensativo de las
gardenias blancas, antes de triturar el sello de lacre con los dientes y quedarse
chapaleando hasta el amanecer en el pantano de lágrimas de los once telegramas
desaforados.
Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el
error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había
mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos
y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo averiguar el
itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para
seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le
permitió mantener con ella una comunicación intensa desde que llegó a Valledupar,
donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio
después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió
volver a casa. Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su
vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo
de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto
como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido
ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa
a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba
de paso en todas partes, con un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado
simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más
preciada de una familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y
hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido
del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación
ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta
prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con
un manto sacramental algún descuido prematuro.
Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su
intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia,
y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como
éstos se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando
novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se paseaba
con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda Sánchez, la más
bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre veinte años mayor, casado y
con hijos, se conformaba con miradas furtivas.
Después de la prolongada estancia en Valledupar prosiguieron el viaje por las
estribaciones de la sierra, a través de praderas floridas y mesetas de ensueño, y en
todos los pueblos fueron recibidos como en el primero, con músicas y petardos, y con
nuevas primas confabuladas y mensajes puntuales en las telegrafías. Bien pronto se dio
cuenta Fermina Daza de que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta,
sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran
de fiesta. Los visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los
encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había una
hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si alguien
llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre. Hildebranda
Sánchez acompañó a la prima en el resto del viaje, guiándola con~pulso alegre a través
de las marañas de la sangre hasta sus fuentes de origen. Fermina Daza se reconoció, se
sintió dueña de sí misma por primera vez, se sintió acompañada y protegida, con los
pulmones colmados por un aire de libertad que le devolvió el sosiego y la voluntad de
vivir. Aun en sus últimos años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la
memoria, con la lucidez perversa de la nostalgia.
Una noche regresó del paseo diario aturdida por la revelación de que no sólo se
podía ser feliz sin amor sino también contra el amor. La revelación la alarmó, porque una
de sus primas había sorprendido una conversación de sus padres con Lorenzo Daza, en la
que éste había sugerido la idea de concertar el matrimonio de su hija con el heredero
único de la fortuna fabulosa de Cleofás Moscote. Fermina Daza lo conocía. Lo había visto
caracoleando en las plazas sus caballos perfectos, con gualdrapas tan ricas que parecían
ornamentos de misa, y era elegante y diestro, y tenía unas pestañas de soñador que
hacían suspirar a las piedras, pero ella lo comparó con su recuerdo de Florentino Ariza
sentado bajo los almendros del parquecito, pobre y escuálido, con el libro de versos en el
regazo, y no encontró en su corazón ni una sombra de duda.


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