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El amor en los tiempos del cólera - 12

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:36:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Por aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de
visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Asustada por las intenciones
de su padre, también Fermina Daza fue a consultarla. Las barajas le anunciaron que no
había en su porvenir ningún obstáculo para un matrimonio largo y feliz, y aquel
pronóstico le devolvió el aliento, porque no concebía que un destino tan venturoso
pudiera ser con un hombre distinto del que amaba. Exaltada por esa certidumbre, asumió
entonces el mando de su albedrío. Fue así como la correspondencia telegráfica con
Florentino Ariza dejó de ser un concierto de intenciones y promesas ilusorias, y se volvió
metódica y práctica, y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos,
empeñaron sus vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo con nadie,
donde fuera y como fuera, tan pronto como volvieran a encontrarse. Fermina Daza
consideraba tan severo este compromiso, que la noche en que su padre le dio permiso
para que asistiera a su primer baile de adultos, en la población de Fonseca, a ella no le
pareció decente aceptarlo sin el consentimiento de su prometido. Florentino Ariza estaba
aquella noche en el hotel de paso, jugando barajas con Lotario Thugut, cuando le
avisaron que tenía un llamado telegráfico urgente.
Era el telegrafista de Fonseca, que había enclavijado siete estaciones intermedias
para que Fermina Daza pidiera el permiso de asistir al baile. Pero una vez que lo obtuvo,
ella no se conformó con la simple respuesta afirmativa, sino que pidió una prueba de que
en efecto era Florentino Ariza quien estaba operando el manipulador en el otro extremo
de la línea. Más atónito que halagado, él compuso una frase de identificación: Dígale que
se lo juro por la diosa coronada. Fermina Daza reconoció el santo y seña, y estuvo en su
primer baile de adultos hasta las siete de la mañana, cuando debió cambiarse a las
volandas para no llegar tarde a la misa. Para entonces tenía en el fondo del baúl más cartas y telegramas de cuantos le había quitado su padre, y había aprendido a
comportarse con los modales de una mujer casada. Lorenzo Daza interpretó aquellos
cambios de su modo de ser como una evidencia de que la distancia y el tiempo la habían
restablecido de sus fantasías juveniles, pero nunca le planteó el proyecto del matrimonio
concertado. Sus relaciones se hicieron fluidas, dentro de las reservas formales que ella le
había impuesto desde la expulsión de la tía Escolástica, y esto les permitió una
convivencia tan cómoda que nadie habría dudado de que estaba fundada en el cariño.
Fue por esa época cuando Florentino Ariza decidió contarle en sus cartas que
estaba empeñado en rescatar para ella el tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se le
había ocurrido como un soplo de inspiración, una tarde de luz en que el mar parecía
empedrado de aluminio por la cantidad de peces sacados a flote por el barbasco. Todas
las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que
espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro
prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la
ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día
entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. Una de las
diversiones de Florentino Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina Daza, era ver desde
las escolleras cómo los pescadores cargaban sus cayucos con los enormes chinchorros de
peces dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de niños que nadaban como tiburones
pedían a los curiosos que les echaran monedas para rescatarlas del fondo del agua. Eran
los mismos que salían nadando con igual propósito al encuentro de los transatlánticos, y
sobre los cuales se habían escrito tantas crónicas de viaje en Estados Unidos y Europa,
por su maestría en el arte de bucear. Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun
antes que al amor, pero nunca se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de sacar a
flote la fortuna del galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el domingo siguiente hasta el
regreso de Fermina Daza, casi un año después, tuvo un motivo adicional de delirio.
Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una
exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza
no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de
buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de
profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo
un cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más
instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si sería capaz de
localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del
archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de
noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba
dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a
pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le
preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía
artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto
aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides
le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que
no había modo de ponerlo en duda. Al final le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del
cayuco, el alquiler del canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie
sospechara la verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón
de agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de cazador
para pedir auxilio en caso de emergencia.
Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un
cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La
intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible imaginar su color
original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza
decidió de inmediato que era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes
caudales, y la emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.
Zarparon del puerto de los pescadores al amanecer, bien provistos y mejor
dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con el taparrabos que llevaba siempre, y
Florentino Ariza con la levita, el sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de
poeta en el cuello, y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el
primer domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen
buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la chatarra
de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la historia de cada
cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de cada boya, el origen de
cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena con que los españoles
cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera también cuál era el propósito de
su expedición, Florentino Ariza le hizo algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta
de que Euclides no tenía la menor sospecha del galeón hundido.
Desde que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino
Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los galeones.
Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En efecto, era la nave
insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708,
procedente de la feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte
de su fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de
perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció
aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro
destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas
de Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.
La Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de
distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra
francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente a los
cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, que
la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San
José no era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas
habían sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no
había duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique, con la
tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el
cargamento mayor.
Florentino Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de
la época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre
las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en
el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la
mano las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano,
que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del
remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.
Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le
indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que
encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón
percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio
desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más
aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos
levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos,
siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares
tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban
perdiendo el tiempo.
-Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le
dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara
con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos
de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se
volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para
encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el
transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba
dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino
Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo
el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que
estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza.
Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo
en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para
alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin
logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos
aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió
aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con
sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos
veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la
cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista.
Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se
encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves
sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las
naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con
su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las
once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose
por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San
José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era
la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo
de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones,
pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave.
Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de
costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del
tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las
pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena
carcomida por el salitre.
Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza
en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón
hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo
Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos
alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en
la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo
convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey
bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso,
Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde
ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza.
Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón
como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con
pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas
de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera
perdido el juicio.
Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya
no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino
de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la
fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había
de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las
piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su
hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su
negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los
pescadores, ni nunca más en ninguna parte.


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