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El amor en los tiempos del cólera - 19

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:15:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


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Al principio no lo lamentó, pues el caudal del río era abundante en aquella época
del año, y el buque navegó sin tropiezos las primeras dos noches. Después de la cena, a
las cinco de la tarde, la tripulación repartía entre los pasajeros unos catres plegadizos
con fondos de lona, y cada quien abría el suyo donde podía, lo arreglaba con los trapos
de su petate y armaba encima el mosquitero de punto. Los que tenían hamacas las
colgaban en el salón, y los que no tenían nada dormían sobre las mesas del comedor
arropados con los manteles que no cambiaban más de dos veces durante el viaje.
Florentino A-riza permanecía en vela la mayor parte de la noche, creyendo oír la voz de
Fermina Daza en la brisa fresca del río, pastoreando la soledad con su recuerdo,
oyéndola cantar en la respiración del buque que avanzaba con pasos de animal grande
en las tinieblas, hasta que aparecían las primeras franjas rosadas en el horizonte y el
nuevo día reventaba de pronto sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje
le parecía entonces una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos
para sobrevivir al olvido.
Al cabo de tres días de buenas aguas, sin embargo, la navegación fue más difícil
entre bancos de arena intempestivos y turbulencias engañosas. El río se volvió turbio y
fue haciéndose cada vez más estrecho en una selva enmarañada de árboles colosales,
donde sólo se encontraba de vez en cuando una choza de paja junto a las pilas de leña
para la caldera de los buques. La algarabía de los loros y el escándalo de los micos
invisibles parecían aumentar el bochorno del mediodía. Pero de noche había que amarrar
el buque para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar
vivo. Al calor y los zancudos se agregaba el tufo de las pencas de carne salada puestas a
secar en los barandales. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos,
abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las
cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el
sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras.
Además, aquel año había estallado un episodio más de la guerra civil intermitente
entre liberales y conservadores, y el capitán había tomado precauciones muy severas
para el orden interno y la seguridad de los pasajeros. Tratando de evitar equívocos y
provocaciones, prohibió la distracción favorita de los viajes de esos tiempos, que era
disparar contra los caimanes que se asoleaban en los playones. Más adelante, cuando
algunos pasajeros se dividieron en dos bandos enemigos en el curso de una discusión,
hizo decomisar las armas de todos con el compromiso bajo palabra de devolverlas al
término del viaje. Fue inflexible inclusive con el ministro británico, que desde el día
siguiente de la partida amaneció vestido de cazador, con una carabina de precisión y una
escopeta de dos cañones para matar tigres. Las restricciones se hicieron aún más
drásticas arriba del puerto de Tenerife, donde se cruzaron con un buque que llevaba
enarbolada la bandera amarilla de la peste. El capitán no pudo obtener ninguna
información sobre aquel signo alarmante, porque el otro buque no respondió a sus
señales. Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado para
Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de
cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el trayecto del río que aún les
faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en
los puertos siguientes, sino aun en los lugares despoblados donde arrimaba a cargar
leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los
pasajeros contrajeron hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un
paquete de postales pornográficas holandesas que circuló de mano en mano sin que
nadie supiera de dónde habían salido, aunque ningún veterano del río ignoraba que eran
apenas un muestrario de la colección legendaria del capitán. Pero hasta esa distracción
sin porvenir terminó por aumentar el hastío.
Florentino Ariza soportó los rigores del viaje con la paciencia mineral que
desconsolaba a su madre y exasperaba a sus amigos. No alternó con nadie. Los días se
le hacían fáciles sentado frente al barandal, viendo a los caimanes inmóviles asoleándose
en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las bandadas de
garzas asustadas que se alzaban de pronto en los pantanos, los manatíes que
amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y sorprendían a los pasajeros con sus llantos de mujer. En un mismo día vio pasar flotando tres cuerpos humanos,
hinchados y verdes, con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos
hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos
de medusa se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se
sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda contaminó
en su memoria el recuerdo de Fermina Daza.
Siempre era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación
con ella. De noche, cuando amarraban el buque y la mayoría de los pasajeros caminaban
sin consuelo por las cubiertas, él repasaba casi de memoria los folletines ilustrados bajo
la lámpara de carburo del comedor, que era la única encendida hasta el amanecer, y los
dramas tantas veces releídos recobraban su magia original cuando él sustituía a los
protagonistas imaginarios por conocidos suyos de la vida real, y se reservaba para sí y
para Fermina Daza los papeles de amores imposibles. Otras noches le escribía cartas de
zozobra, cuyos fragmentos esparcía después en las aguas que corrían sin cesar hacia
ella. Así se le iban las horas más duras, encarnado a veces en un príncipe tímido o en un
paladín del amor, y otras veces en su propio pellejo escaldado de amante en el olvido,
hasta que se alzaban las primeras brisas y se iba a dormitar sentado en las poltronas del
barandal.
Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía
distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto, y
una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un camarote.
Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer desnuda en las tinieblas,
empapada en un sudor caliente y con la respiración desaforada, que lo empujó boca
arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí
misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron
agonizando en el vacío de un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Ella
yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.
-Ahora, váyase y olvídelo -le dijo-. Esto no sucedió nunca.
El asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura
súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con-todo su tiempo y hasta en
sus pormenores minuciosos. Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad de
Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no podía
creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor ilusorio de Fermina Daza
podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue así como se empeñó en descubrir la
identidad de la violadora maestra en cuyo instinto de pantera encontraría quizás el
remedio para su desventura. Pero no lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba
en el escrutinio más lejos se sentía de la verdad.
El asalto había sido en el último camarote, pero éste estaba comunicado con el
penúltimo por una puerta intermedia, de modo que los dos se convertían en un
dormitorio familiar con cuatro literas. Allí viajaban dos mujeres jóvenes, otra bastante
mayor pero de muy buen ver, y un niño de pocos meses. Se habían embarcado en
Barranco de Loba, el puerto donde se recogía la carga y el pasaje de la ciudad de
Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de vapores por las veleidades
del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas sólo porque llevaban al niño dormido
dentro de una gran jaula de pájaros.
Viajaban vestidas como en los transatlánticos de moda, con polisones bajo las
faldas de seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de
crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al día, de
modo que parecían llevar consigo su propio ámbito primaveral, mientras los otros
pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo de las sombrillas y
los abanicos de plumas, pero con los propósitos indescifrables de las momposinas de la
época. Florentino Ariza no logró precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda
eran de una misma familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las otras, pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además
guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de ellas se
hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en las literas
contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un momento casual, o
quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote. Comprobó que a veces salían
dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la tercera se quedaba cuidando al niño,
pero una noche de más calor salieron las tres juntas con el niño dormido en la jaula de
mimbre cubierta con un toldo de gasa.
A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la
posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió
también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo
porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo
entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo
sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina
Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño.
No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses
que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas
de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse
se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba
dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni
aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre
dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las
penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería
delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el
ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos
por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar
de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de
que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó
de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.
Al octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento
encajonado entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare.
Allí debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia
de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto estaba
formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con techo de
cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y mal armados,
porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para saquear los buques. Detrás
de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio de montañas agrestes con una
cornisa de herradura tallada a la orilla del precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo,
pero el ataque no se produjo durante la noche, y el puerto amaneció transformado en
una feria dominical, con indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en
medio de las recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas
de orquídeas de la cordillera central.
Florentino Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de
negro, había visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de
Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se quedaban
estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio lado, con botas
de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces dio el paso que no se había
atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a Rosalba un adiós con la mano, y las tres le
contestaron del mismo modo, con una familiaridad que le dolió en las entrañas por su
audacia tardía. Las vio dar la vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas
cargadas con los baúles, las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las
vio trepando como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron
de su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza, que
había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo mortal.

Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser
que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de
morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su
alma. Rogaba a Dios que la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza
cuando se dispusiera a jurar amor y obediencia a un hombre que sólo la quería para
esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie,
tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de
la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los mármoles funerarios de catorce
obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza,
se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el
aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella.
No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de
que Fermina Daza estuviera en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de
ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la
fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de
padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su
conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a perder la
felicidad.
La víspera de la llegada al puerto de Caracolí, que era el término del viaje, el
capitán ofreció la fiesta tradicional de despedida, con una orquesta de viento conformada
por los miembros de la tripulación, y fuegos de artificios de colores desde la cabina de
mando. El ministro de la Gran Bretaña había sobrevivido a la odisea con un estoicismo
ejemplar, cazando con la cámara fotográfica los animales que no le permitían matar con
escopetas, y no hubo una noche en que no se le viera de etiqueta en el comedor. Pero en
la fiesta final apareció con el traje escocés del clan MacTavish, y tocó la gaita a placer y
enseñó a todo el que quiso a bailar sus danzas nacionales, y antes del amanecer tuvieron
que llevarlo casi a rastras al camarote. Florentino Ariza, postrado de dolor, se había ido
al rincón más apartado de la cubierta donde no le llegaran ni las noticias de la parranda,
y se echó encima el abrigo de Lotario Thugut tratando de resistir el escalofrío de los
huesos. Había despertado a las cinco de la mañana, como despierta el condenado a
muerte en la madrugada de la ejecución, y en todo el sábado no había hecho nada más
que imaginar minuto a minuto cada una de las instancias de la boda de Fermina Daza.
Más tarde, cuando regresó a casa, se dio cuenta de que había equivocado las horas y de
que todo había sido distinto de como él se lo imaginaba, y hasta tuvo el buen sentido de
reírse de su fantasía.
Pero en todo caso fue un sábado de pasión que culminó con una nueva crisis de
fiebre, cuando le pareció que era el momento en que los recién casados se estaban
fugando en secreto por una puerta falsa para entregarse a las delicias de la primera
noche. Alguien que lo vio tiritando de calentura le dio el aviso al capitán, y éste
abandonó la fiesta con el médico de a bordo temiendo que fuera un caso de cólera, y el
médico lo mandó por precaución al camarote de cuarentena con una buena carga de
bromuros. Al día siguiente, sin embargo, cuando avistaron los farallones de Caracolí, la
fiebre había desaparecido y tenía el ánimo exaltado, porque en el marasmo de los
sedantes había resuelto de una vez y sin más trámites que mandaba al carajo el radiante
porvenir del telégrafo y regresaba en el mismo buque a su vieja Calle de Las Ventanas.
No le fue difícil que lo llevaran de regreso a cambio del camarote que él había
cedido al representante de la reina Victoria. El capitán trató de disuadirlo también con el
argumento de que el telégrafo era la ciencia del futuro. Tanto era así, le dijo, que ya se
estaba inventando un sistema para instalarlo en los buques. Pero él resistió a todo
argumento, y el capitán terminó por llevarlo de regreso, no por la deuda del camarote,
sino porque conocía sus vínculos reales con la Compañía Fluvial del Caribe.
El viaje de bajada se hizo en menos de seis días, y Florentino Ariza se sintió de
nuevo en casa propia desde que entraron de madrugada en la laguna de las Mercedes, y
vio el reguero de luces de las canoas pesqueras ondulando en la resaca del buque. Era
todavía noche cuando atracaron en la ensenada del Niño Perdido, que era el último puerto de los vapores fluviales, a nueve leguas de la bahía, antes de que dragaran y
pusieran en servicio el antiguo paso español. Los pasajeros tendrían que esperar hasta
las seis de la mañana para abordar la flotilla de chalupas de alquiler que habían de
llevarlos hasta su destino final. Pero Florentino Ariza estaba tan ansioso que se fue desde
mucho antes en la chalupa del correo, cuyos empleados lo reconocían como uno de los
suyos. Antes de abandonar el buque cedió a la tentación de un acto simbólico: tiró al
agua el petate, y lo siguió con la mirada por entre las antorchas de los pescadores
invisibles, hasta que salió de la laguna y desapareció en el océano. Estaba seguro de que
no iba a necesitarlo en el resto de sus días. Nunca más, porque nunca más había de
abandonar la ciudad de Fermina Daza.

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