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El amor en los tiempos del cólera - 20

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:18:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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La bahía era un remanso al amanecer. Por encima de la bruma flotante, Florentino
Ariza vio la cúpula de la catedral dorada por las primeras luces, vio los palomares en las
azoteas, y orientándose por ellos localizó el balcón del palacio del Marqués de
Casalduero, donde suponía que la mujer de su desventura dormitaba todavía apoyada
sobre el hombro del esposo saciado. Esa suposición lo desgarró, pero no hizo nada por
reprimirla, sino todo lo contrario: se complació en el dolor. El sol empezaba a calentar
cuando la chalupa del correo se abrió paso por entre el laberinto de veleros anclados,
donde los olores innumerables del mercado público, revueltos con la podredumbre del
fondo, se confundían en una sola pestilencia. La goleta de Riohacha acababa de llegar, y
las cuadrillas de estibadores con el agua a la cintura recibían a los pasajeros en la borda
y los llevaban cargados hasta la orilla. Florentino Ariza fue el primero en saltar a tierra
desde la chalupa del correo, y desde entonces no sintió más la fetidez de la bahía sino el
olor personal de Fermina Daza en el ámbito de la ciudad. Todo olía a ella.
No volvió a la oficina del telégrafo. Su preocupación única parecían ser los
folletines de amor y los volúmenes de la Biblioteca Popular que su madre seguía
comprándole, y que él leía y volvía a leer tumbado en una hamaca hasta aprenderlos de
memoria. No preguntó siquiera dónde estaba el violín. Reanudó los contactos con sus
amigos más cercanos, y a veces jugaban al billar o conversaban en los cafés al aire libre
bajo los arcos de la Plaza de la Catedral, pero no volvió a los bailes de los sábados: no
podía concebirlos sin ella.
La misma mañana en que regresó del viaje inconcluso se enteró de que Fermina
Daza estaba pasando la luna de miel en Europa, y su corazón aturdido dio por hecho que
se quedaría a vivir allá, si no para siempre, sí por muchos años. Esta certidumbre le
infundió las primeras esperanzas de olvido. Pensaba en Rosalba, cuyo recuerdo se hacía
más ardiente a medida que se apaciguaban los otros. Fue por esa época que se dejó
crecer el bigote de punteras engomadas que no había de quitarse en el resto de su vida,
y le cambió el modo de ser, y la idea de la sustitución del amor lo metió por caminos
imprevistos. El olor de Fermina Daza se fue haciendo poco a poco menos frecuente e
intenso, y por último sólo quedó en las gardenias blancas.
Andaba al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en
que la célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había sido
destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo Gaitán Obeso.
Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio
del hijo, con el pretexto de que en el suyo no había lugar, pero en realidad con la
esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir. Florentino Ariza no
había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba en el camarote
del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la
cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la
cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de
su dolor inconsolable por el marido muerto tres años antes, y mientras tanto iba
quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta que no
le quedó puesto ni el anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con bordados de
mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en la poltrona del rincón, tiró el corpiño por
encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda talar
con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas de
su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas, que cada
gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían
la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del
ajustador, pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de
devoción matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del
amor, incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de
encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se
quedó en carne viva.
Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba
intacto el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas
ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que
lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que
no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia
férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal.
Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado
nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto.
No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las
bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el
amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse
muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo
era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos
metros debajo de la tierra.
-Soy feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está en
la casa.
Aquella noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso
de las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes
provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo
el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de
sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le
hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de borrasca se
ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía,
donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a
nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor.
En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de
manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su
conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando
corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un
plato de hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó
con degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni
nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la
única mujer libre de la provincia.
La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni
aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser
amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor,
pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les
gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando
el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las
trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las
fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a
dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero
por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y
estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de
inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que
ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de
inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste. Florentino
Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo
creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir,
él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por
entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía
casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera
pervertido. Muchas veces se lo dijo:
-Te adoro porque me volviste puta.
Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la
virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad
congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga
en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde
entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos
contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa,
se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo,
porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era
tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la
cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que
nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le
faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella
ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar
alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin
dolor.
Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con
ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a
la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre
como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin
embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de
inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun
así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más
humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de inmediato
como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de
perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él,
aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas,
y con ellas libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con
un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo
decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años
más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su condena sacramental, tenía unos
veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte
de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.
El propio Florentino Ariza estaba convencido al cabo de seis meses de amores
desaforados con la viuda de Nazaret, de que había logrado sobrevivir al tormento de
Fermina Daza. No sólo lo creyó, sino que lo comentó varias veces con Tránsito Ariza
durante los casi dos años que duró el viaje de bodas, y siguió creyéndolo con un
sentimiento de liberación sin fronteras, hasta un domingo de su mala estrella en que la
vio de pronto sin ningún anuncio del corazón, cuando salía de la misa mayor del brazo de
su marido y asediada por la curiosidad y los halagos de su nuevo mundo. Las mismas
damas de alcurnia que al principio la menospreciaban y se burlaban de ella por ser una
advenediza sin nombre, se desvivían porque se sintiera como una de las suyas, y ella las
embriagaba con su encanto. Había asumido con tanta propiedad su condición de esposa
mundana, que Florentino Ariza necesitó un instante de reflexión para reconocerla. Era
otra: la compostura de persona mayor, los botines altos, el sombrero de velillo con una
pluma de colores de algún pájaro oriental, todo en ella era distinto y fácil, como si todo
fuera suyo desde su origen. La encontró más bella y juvenil que nunca, pero irrecuperable, como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su
vientre bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más lo
impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos manejaban
el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los escollos de la realidad.
Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un gran desprecio de sí mismo. Se sintió
pobre, feo, inferior, y no sólo indigno de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.
Así que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco
que le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después de
sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de ella, que
había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la inocencia. Había
empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia de la prima Hildebranda. En
Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la
ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con
naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y
por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando
se inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo algo que
sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento amordazado para
no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de primas, y después a dos
manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el pelo suelto y fumando sus
primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con unas dudas de conciencia que sólo logró
superar después de casada, y siempre en un secreto absoluto, mientras que las primas
alardeaban entre ellas no sólo de la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma
y el tamaño de sus orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos
iniciales, siguió arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio
sangriento.
De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del
siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de
miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como
no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa
mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con
amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz
lo tenía ocupado por la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los
anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las
burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era
adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo
notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis
y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían
sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa,
cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel
mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas
reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus
múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el
pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las
múcuras se quedaron vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus
santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una
boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue
el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la república, filósofo,
poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en
algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo
de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de
respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa
concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la
Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa
hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había
de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa
que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular
su terror de virgen recién casada.
Por fortuna, las circunstancias imprevistas, junto con la comprensión del marido,
resolvieron sus tres primeras noches sin dolor. Fue providencial. El barco de la
Compagnie Générale Transatlantique, con el itinerario trastornado por el mal tiempo del
Caribe, anunció con sólo tres días de anticipación que adelantaba la salida en veinticuatro
horas, de modo que no zarparía para La Rochelle al día siguiente de la boda, como
estaba previsto desde hacía seis meses, sino la misma noche. Nadie creyó que aquel
cambio no fuera una más de las tantas sorpresas elegantes de la boda, pues la fiesta
terminó después de la medianoche a bordo del transatlántico iluminado, con una
orquesta de Viena que estrenaba en aquel viaje los valses más recientes de Johann
Strauss. De modo que los varios padrinos ensopados en champaña fueron arrastrados a
tierra por sus esposas atribuladas, cuando ya andaban preguntando a los camareros si
no habría camarotes disponibles para seguir la parranda hasta París. Los últimos que
desembarcaron vieron a Lorenzo Daza frente a las cantinas del puerto, sentado en el
suelo en plena calle y con el traje de etiqueta en piltrafas. Lloraba a grito pelado, como
lloran los árabes a sus muertos, sentado sobre un reguero de aguas podridas que bien
pudo haber sido un charco de lágrimas.
Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible,
ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía
Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una
repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no
durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente
sabía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de
la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto
que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos
ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara
antes de dormir. Ella le fue sincera: la doblez de las monjas le había provocado una
resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en
silencio. Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él comprendió sus razones, y
desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un
noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba
en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le
tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había
intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos,
cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció
natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño,
pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos
en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo
hacía, dijo de buen humor:
--Quéquieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.

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