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El amor en los tiempos del cólera - 24

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:14:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Florentino Ariza se acordó de una frase que le oyó de niño al médico de la familia,
su padrino, a propósito de su estreñimiento crónico: “El mundo está dividido entre los
que cagan bien y los que cagan mal”. Sobre ese dogma, el médico había elaborado toda
una teoría del carácter, que consideraba más certera que la astrología. Pero con las
lecciones de los años, Florentino Ariza la planteó de otro modo: “El mundo está dividido
entre los que tiran y los que no tiran”. Desconfiaba de estos últimos: cuando se salían del
carril, era para ellos algo tan insólito, que alardeaban del amor como si acabaran de
inventarlo. Los que lo hacían a menudo, en cambio, vivían sólo para eso. Se sentían tan
bien que se portaban como sepulcros sellados, porque sabían que de la discreción
dependía su vida. NO hablaban jamás de sus proezas, no se confiaban a nadie, se hacían
los distraídos hasta el punto de que ganaban fama de impotentes, de frígidos, y sobre
todo de maricas tímidos, como era el caso de Florentino Ariza. Pero se complacían con el
equivoco, porque también el equívoco los protegía. Eran una logia hermética, cuyos
socios se reconocían entre sí en el mundo entero, sin necesidad de un idioma común. De
ahí que Florentino Ariza no se sorprendiera de la respuesta de la muchacha: era una de
los suyos, y por tanto sabía que él sabía que ella sabía.
Fue el error de su vida, tal como su conciencia iba a recordárselo a cada hora de
cada día, hasta el último día. Lo que ella quería suplicarle no era amor, y menos amor
pagado, sino un empleo de lo que fuera, como fuera y con el sueldo que fuera, en la
Compañía Fluvial del Caribe. Florentino Ariza se sintió tan avergonzado de su propia
conducta que la llevó con el jefe de personal, y éste le dio un puesto de ínfima categoría
en la sección general, que ella desempeñó con seriedad, modestia y consagración
durante tres años.
Las oficinas de la C.F.C. estaban desde su fundación frente al muelle fluvial, sin
nada en común con el puerto de los transatlánticos en el lado opuesto de la bahía, ni con
el atracadero del mercado en la bahía de Las Ánimas. Era un edificio de madera con
techo de cinc de dos aguas, un solo balcón largo con pilares en la fachada, y varias
ventanas con mallas de alambre en los cuatro costados, desde las cuales se veían
completos los buques en el muelle como cuadros colgados en la pared. Cuando lo
construyeron los precursores alemanes, pintaron de rojo el cinc de los techos y de blanco
brillante los tabiques de madera, de modo que el mismo edificio tenía algo de buque
fluvial. Después lo pintaron todo de azul, y por los tiempos en que Florentino Ariza entró
a trabajar en la empresa era un galpón polvoriento sin color definido, y en los techos
oxidados había parches de láminas nuevas sobre las láminas originales. Detrás del
edificio, en un patio de caliche cercado con alambre de gallinero, había dos bodegas
grandes de construcción más reciente, y al fondo había un caño cerrado, sucio y
maloliente, donde se pudrían los desechos de medio siglo de navegación fluvial:
escombros de buques históricos, desde los primitivos de una sola chimenea, inaugurados
por Simón Bolívar, hasta algunos tan recientes que ya tenían ventiladores eléctricos en
los camarotes. La mayoría de ellos habían sido desmantelados para utilizar los materiales
en otros buques, pero muchos estaban en tan buen estado que parecía posible darles
una mano de pintura y echarlos a navegar, sin espantar las iguanas ni desmontar las
frondas de grandes flores amarillas que los hacían más nostálgicos.
En la planta alta del edificio estaba la sección administrativa, en oficinas pequeñas
pero cómodas y bien dotadas, como los camarotes de los buques, pues no habían sido
hechas por arquitectos civiles sino por ingenieros navales. Al final del corredor, como un
empleado más, despachaba el tío León XII en una oficina igual a todas, con la única
diferencia de que él encontraba por las mañanas en su escritorio un florero de vidrio con
cualquier clase de flores de buen olor. En la planta baja estaba la sección de pasajeros,
con una sala de espera de bancas rústicas y un mostrador para el expendio de tiquetes y
el manejo de los equipajes. Al final de todo estaba la confusa sección general, cuyo solo
nombre daba una idea de la vaguedad de sus atributos, y adonde iban a morir de mala
muerte los problemas que se quedaban sin resolver en el resto de la empresa. Allí estaba
Leona Cassiani, perdida detrás de una mesita escolar entre un montón de bultos de maíz
arrumados y papeles sin solución, el día en que el tío León XII en persona fue a ver qué
diablos se le ocurría para que la sección general sirviera de algo. Al cabo de tres horas de preguntas, de suposiciones teóricas y de averiguaciones concretas con todos los
empleados en sala plena, volvió a su oficina atormentado por la certidumbre de no haber
encontrado ninguna solución para tantos problemas, sino todo lo contrario: nuevos y
variados problemas para ninguna solución.
Al día siguiente, cuando Florentino Ariza entró en su oficina, encontró un
memorando de Leona Cassiani, con la súplica de que lo estudiara y se lo mostrara luego
a su tío, si le parecía pertinente. Era la única que no había dicho una palabra durante la
inspección de la tarde anterior. Se había mantenido a conciencia en su digna condición de
empleada de caridad, pero en el memorando hacía notar que no lo había hecho por
negligencia sino por respeto a las jerarquías de la sección. Era de una sencillez
alarmante. El tío León XII se había propuesto una reorganización a fondo, pero Leona
Cassiani pensaba en sentido contrario, por la lógica simple de que la sección general no
existía en la realidad: era el basurero de los problemas engorrosos pero insignificantes
que las otras secciones se quitaban de encima. La solución, en consecuencia, era eliminar
la sección general, y devolver los problemas para que fueran resueltos en sus secciones
de origen.
El tío León XII no tenía la menor idea de quién era Leona Cassiani ni recordaba
haber visto a alguien que pudiera serlo en la reunión de la tarde anterior, pero cuando
leyó el memorando la llamó a su oficina y conversó con ella a puerta cerrada durante dos
horas. Hablaron un poco de todo, de acuerdo con el método que él usaba para conocer a
la gente. El memorando era de simple sentido común, y la solución, en efecto, dio el
resultado apetecido, Pero al tío León XII no le importaba eso: le importaba ella. Lo que
más le llamó la atención fue que sus únicos estudios después de la primaria habían sido
en la Escuela de Sombrerería. Además, estaba aprendiendo inglés en su casa con un
método rápido sin maestro, y desde hacía tres meses tomaba clases nocturnas de
mecanografía, un oficio novedoso de gran porvenir, como antes se decía del telégrafo y
se había dicho antes de las máquinas de vapor.
Cuando salió de la entrevista ya el tío León XII había empezado a llamarla como la
llamaría siempre: tocaya Leona. Había decidido eliminar de una plumada la sección
conflictiva y repartir los problemas para que fueran resueltos por los mismos que los
creaban, de acuerdo con la sugerencia de Leona Cassiani, y había inventado para ella un
puesto sin nombre y sin funciones específicas, que en la práctica era el de asistente
personal suya. Esa tarde, después del entierro sin honores de la sección general, el tío
León XII le preguntó a Florentino Ariza de dónde había sacado a Leona Cassiani, y él le
contestó la verdad.
-Pues vuelve al tranvía y tráeme a todas las que encuentres como esa -le dijo el
tío-. Con dos o tres más así sacamos a flote tu galeón.
Florentino Ariza lo entendió como una broma típica del tío León XII, pero al día
siguiente se encontró sin el coche que le habían asignado seis meses antes, y que ahora
le quitaban para que siguiera buscando talentos ocultos en los tranvías. A Leona
Cassiani, por su parte, se le acabaron muy pronto los escrúpulos iniciales, y se sacó de
adentro todo lo que tuvo guardado con tanta astucia los primeros tres años. En tres más
había abarcado el control de todo, y en los cuatro siguientes llegó a las puertas de la
secretaría general, pero se negó a entrar porque estaba a sólo un escalón por debajo de
Florentino Ariza. Hasta entonces había estado a órdenes suyas, y quería seguir
estándolo, aunque la realidad era distinta: el mismo Florentino Ariza no se daba cuenta
de que era él quien estaba bajo las órdenes de ella. Así era: él no había hecho más que
cumplir lo que ella sugería en la Dirección General para ayudarlo a subir contra las
trampas de sus enemigos ocultos.
Leona Cassiani tenía un talento diabólico para manejar los secretos, y siempre
sabía estar donde debía en el momento justo. Era dinámica, silenciosa, de una dulzura
sabia. Pero cuando era indispensable, con el dolor de su alma, le soltaba las riendas a un
carácter de hierro macizo. Sin embargo, nunca lo usó para ella. Su único objetivo fue
barrer la escalera a cualquier precio, con sangre si no había otro modo, para que Florentino Ariza subiera hasta donde él se lo había propuesto sin calcular muy bien su
propia fuerza. Ella lo hubiera hecho de todos modos, desde luego, por una indomable
vocación de poder, pero la verdad fue que lo hizo a conciencia por pura gratitud. Era tal
su determinación, que el mismo Florentino Ariza se perdió en sus manejos, y en un
momento sin fortuna trató de cerrarle el paso a ella creyendo que ella trataba de
cerrárselo a él. Leona Cassiani lo puso en su puesto.
-No se equivoque -le dijo-. Yo me aparto de todo esto cuando usted quiera, pero
piénselo bien.
Florentino Ariza, que en efecto no lo había pensado, lo pensó entonces tan bien
como pudo, y le entregó sus armas. Lo cierto es que en medio de aquella guerra sórdida
dentro de una empresa en crisis perpetua, en medio de sus desastres de halconero sin
sosiego y la ilusión cada vez más incierta de Fermina Daza, el impasible Florentino Ariza
no había tenido un instante de paz interior frente al espectáculo fascinante de aquella
negra brava embadurnada de mierda y de amor en la fiebre de la pelea. Tanto, que
muchas veces se dolió en secreto de que ella no hubiera sido en realidad lo que él creía
que era la tarde en que la conoció, para haberse limpiado el trasero con sus principios y
haber hecho el amor con ella aunque fuera pagado con pepas de oro vivo. Pues Leona
Cassiani seguía siendo igual que aquella tarde en el tranvía, con sus mismos vestidos de
cimarrona alborotada, sus turbantes locos, sus arracadas y pulseras de hueso, su mazo
de collares y sus anillos de piedras falsas en todos los dedos: una leona de la calle. Lo
muy poco que los años le habían añadido por fuera era para su bien. Navegaba en una
madurez espléndida, sus encantos de mujer eran más inquietantes, y su ardoroso cuerpo
de africana se iba haciendo más denso con la madurez. Florentino Ariza no se le había
vuelto a insinuar en diez años, pagando así la dura penitencia de su error original, y ella
lo había ayudado en todo, salvo en eso.
Una noche en que se quedó trabajando hasta muy tarde, como lo hizo con
frecuencia después de la muerte de su madre, Florentino Ariza iba de salida cuando vio
que había luz en la oficina de Leona Cassiani. Abrió la puerta sin tocar, y allí estaba: sola
en el escritorio, absorta, seria, con unas gafas nuevas que le hacían un semblante
académico. Florentino Ariza se dio cuenta con un pavor dichoso de que estaban los dos
solos en la casa, estaban los muelles desiertos, la ciudad dormida, la noche eterna en la
mar tenebrosa, el bramido triste de un barco que tardaría más de una hora en llegar.
Florentino Ariza se apoyó en el paraguas con las dos manos, tal como lo había hecho en
el callejón de El Candilejo para cerrarle el paso, solo que ahora lo hizo para que no se le
notara la desarticulación de las rodillas.
-Dime una cosa, leona de mi alma -dijo-: ¿cuándo es que vamos a salir de esto?
Ella se quitó los lentes sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con
su risa solar. Nunca lo había tuteado.
-Ay, Florentino Ariza -le dijo-, llevo diez años sentada aquí esperando que me lo
preguntes.
Ya era tarde: la ocasión iba con ella en el tranvía de mulas, había estado siempre
con ella en la misma silla en que estaba sentada, pero ahora se había ido para siempre.
La verdad era que después de tantas perrerías soterradas que había hecho por él,
después de tanta sordidez soportada para él, ella se le había adelantado en la vida y
estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de ventaja: había
envejecido para él. Lo quería tanto, que en vez de engañarlo prefirió seguir amándolo
aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.
-No -le dijo-. Me sentiría como acostándome con el hijo que nunca tuve.
Florentino Ariza se quedó con la espina de que no hubiera sido suya la última
réplica. Pensaba que cuando una mujer dice que no, se queda esperando que le insistan
antes de tomar la decisión final, pero con ella era distinto: no podía jugar con el riesgo de equivocarse por segunda vez. Se retiró de buen talante, y hasta con una cierta gracia
que no le era fácil. Desde esa noche, cualquier sombra que pudo haber entre ellos se
disipó sin amarguras, y Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una
mujer sin acostarse con ella.
Leona Cassiani fue el único ser humano a quien Florentino Ariza estuvo tentado de
revelarle el secreto de Fermina Daza. Las pocas personas que lo sabían empezaban a
olvidarlo por motivos de fuerza mayor. Tres de ellas se lo habían llevado a la tumba sin
ninguna duda: su madre, que desde mucho antes de morir ya lo tenía borrado en la
memoria; Gala Placidia, muerta de buena vejez al servicio de la que fue casi una hija, y
la inolvidable Escolástica Daza, la que le había llevado dentro de un misal la primera
carta de amor que recibió en la vida, y que no podía seguir viva después de tantos años.
Lorenzo Daza, de quien entonces no sabía si estaba vivo o muerto, podía habérselo
revelado a la hermana Franca de la Luz tratando de evitar la expulsión, pero era poco
probable que lo hubieran divulgado. Quedaban por contar once telegrafistas de la
provincia lejana de Hildebranda Sánchez, que manejaron telegramas con sus nombres
completos y direcciones exactas, y luego Hildebranda Sánchez y su corte de primas
indómitas.
Lo que ignoraba Florentino Ariza era que el doctor Juvenal Urbino debía ser
incluido en la cuenta. Hildebranda Sánchez le había revelado el secreto en alguna de sus
tantas visitas de los primeros años. Pero lo hizo de un modo tan casual y en un momento
tan inoportuno, que al doctor Urbino no le entró por un oído y le salió por el otro, como
ella pensó, sino que no le entró por ninguno. Hildebranda, en efecto, había mencionado a
Florentino Ariza como uno de los poetas escondidos que según ella tenían posibilidades
de ganar los Juegos Florales. Al doctor Urbino le costó trabajo recordar quién era, y ella
le dijo sin que fuera indispensable pero sin un ápice de malicia que fue el único novio que
Fermina Daza había tenido antes de casarse. Se lo dijo convencida de que había sido
algo tan inocente y efímero, que más bien resultaba conmovedor. El doctor Urbino le
replicó sin mirarla: “No sabía que ese tipo fuera poeta”. Y lo borró de la memoria al
instante, entre otras cosas porque su profesión lo tenía acostumbrado a un manejo ético
del olvido.
Florentino Ariza observó que los depositarios del secreto, a excepción de su
madre, pertenecían al mundo de Fermina Daza. En el suyo estaba sólo él, solo con el
peso abrumador de una carga que muchas veces había necesitado compartir, pero nadie
hasta entonces le había merecido tanta confianza. Leona Cassiani era la única posible, y
sólo le hacían falta el modo y la ocasión. Estaba pensándolo, justo la tarde de bochorno
estival en que el doctor Juvenal Urbino subió las escaleras empinadas de la C.F.C., con
una pausa en cada peldaño para sobrevivir al calor de las tres, y apareció acezante en la
oficina de Florentino Ariza empapado en sudor hasta los pantalones, y dijo con el último
aliento: “Creo que se nos viene encima un ciclón”. Florentino Ariza lo había visto allí
muchas veces, en busca del tío León XII, pero nunca como entonces había tenido la
impresión tan nítida de que aquella aparición indeseable tenía algo que ver con su vida.
Era la época en que también el doctor Juvenal Urbino había superado los escollos
de la profesión, y andaba casi de puerta en puerta como un pordiosero con el sombrero
en la mano, buscando contribuciones para sus promociones artísticas. Uno de sus
contribuyentes más asiduos y pródigos lo fue siempre el tío León XII, quien en aquel
momento justo había empezado a hacer su siesta diaria de diez minutos, sentado en la
poltrona de resortes del escritorio. Florentino Ariza le pidió al doctor Juvenal Urbino el
favor de esperar en su oficina, que era contigua a la del tío León XII, y en cierto modo le
servía de antesala.
Se habían visto en diversas ocasiones, pero nunca habían estado así, frente a
frente, y Florentino Ariza padeció una vez más la náusea de sentirse inferior. Fueron diez
minutos eternos, en los cuales se levantó tres veces con la esperanza de que el tío
hubiera despertado antes de tiempo, y se tomó un termo entero de café negro. El doctor Urbino no aceptó ni una taza. Dijo: “El café es veneno”. Y siguió encadenando un tema
con otro sin preocuparse siquiera por ser escuchado. Florentino Ariza no podía soportar
su distinción natural, la fluidez y precisión de sus palabras, su hálito recóndito de
alcanfor, su encanto personal, la manera tan fácil y elegante como lograba que hasta las
frases más frívolas, sólo porque él las decía, parecieran esenciales. De pronto, el médico
cambió de tema de un modo abrupto.
-¿Le gusta la música?
Lo tomó por sorpresa. En realidad, Florentino Ariza asistía a cuanto concierto o
representación de ópera se daban en la ciudad, pero no se sentía capaz de sostener una
conversación crítica o bien informada. Tenía la sangre dulce para la música de moda,
sobre todo los valses sentimentales, cuya afinidad con los que él mismo hacía de
adolescente, o con sus versos secretos, no era posible negar. Le bastaba con oírlos una
vez de pasada, para que luego no hubiera poder de Dios que le sacara de la cabeza el
hilo de la melodía durante noches enteras. Pero esa no sería una respuesta seria para
una pregunta tan seria de un especialista.
-Me gusta Gardel -dijo.
El doctor Urbino lo entendió. “Ya veo -dijo-. Está de moda.” Y se escabulló por el
recuento de sus nuevos y numerosos proyectos, que había de realizar como siempre sin
subsidio oficial. Le hizo notar la inferioridad descorazonadora de los espectáculos que era
posible traer ahora y los espléndidos del siglo anterior. Así era: tenía un año de estar
vendiendo abonos para traer el trío Cortot-CasalsThibaud al Teatro de la Comedia, y no
había nadie en el gobierno que supiera quiénes eran, mientras aquel mismo mes estaban
agotadas las localidades para la compañía de dramas policiales Ramón Caralt, para la
Compañía de Operetas y Zarzuelas de don Manolo de la Presa, para Los Santanelas,
inefables transformistas mímico-fantásticos que se cambiaban de ropa en pleno escenario
en el instante de un relámpago fosforescente, para Danyse D'Altaine, que se anunciaba
como antigua bailarina del Folies Bergére, y hasta para el abominable Ursus, un
energúmeno vasco que peleaba cuerpo a cuerpo con un toro de lidia. No era para
quejarse, sin embargo, si los mismos europeos estaban dando una vez más el mal
ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después
de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre
la misma. Lo que más le llamó la atención a Florentino Ariza de aquel discurso
cautivador, fue la posibilidad de revivir los Juegos Florales, la más resonante y
perdurable de las iniciativas que el doctor Juvenal Urbino había concebido en el pasado.
Tuvo que morderse la lengua para no contarle que él había sido un participante asiduo de
aquel concurso anual que llegó a interesar a poetas de grandes nombres, no sólo en el
resto del país sino también en otros del Caribe.
Apenas empezada la conversación, el vapor caliente del aire se enfrió de pronto, y
una tormenta de vientos cruzados sacudió puertas y ventanas con fuertes estampidos, y
la oficina crujió hasta los cimientos como un velero al garete. El doctor Juvenal Urbino no
pareció advertirlo. Hizo alguna referencia casual a los ciclones lunáticos de junio, y de
pronto, sin que viniera a cuento, habló de su esposa. No sólo la tenía como su
colaboradora más entusiasta, sino como el alma misma de sus iniciativas. Dijo: “Yo no
sería nadie sin ella”. Florentino Ariza lo escuchó impasible, aprobándolo todo con un
movimiento leve de la cabeza, sin atreverse a decir nada por miedo de que lo traicionara
la voz. Sin embargo, dos o tres frases más le bastaron para comprender que al doctor
Juvenal Urbino, en medio de tantos compromisos absorbentes, todavía le sobraba tiempo
para adorar a su esposa casi tanto como él, y esa verdad lo aturdió. Pero no pudo
reaccionar como hubiera querido, porque el corazón le hizo entonces una de esas
trastadas de putas que sólo se le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que
había tenido siempre como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y
compartían el azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo.
Por primera vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino
Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable tuviera que
morirse para que él fuera feliz.

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