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Memoria de mis putas tristes - 09

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:28:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Había crecido, pero no se le notaba en la estatura sino en una madurez intensa que
la hacía parecer con dos o tres años más, y más desnuda que nunca. Sus pómulos
altos, la piel tostada por soles de mar bravo, los labios finos y el cabello corto y
rizado le infundían a su rostro el resplandor andrógino del Apolo de Praxíteles. Pero
no había equívoco posible, porque sus senos habían crecido hasta el punto de que
no me cabían en la mano, sus caderas habían acabado de formarse y sus huesos se
habían vuelto más firmes y armónicos. Me encantaron aquellos aciertos de la
naturaleza, pero me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las
manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía
nada que ver con el amor. Sin embargo, lo que me sacó de quicio fue la fortuna que
llevaba encima: pendientes de oro con gajos de esmeraldas, un collar de perlas
naturales, una pulsera de oro con resplandores de diamantes, y anillos con piedras
legítimas en todos los dedos. En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y
bordados, y las zapatillas de raso. Un vapor raro me subió de las entrañas.
— ¡Puta! – grité.
Pues el diablo me sopló en el oído un pensamiento siniestro. Y fue así: la noche del
crimen Rosa Cabarcas no debió tener tiempo ni serenidad para prevenir a la niña, y
la policía la encontró en el cuarto, sola, menor de edad y sin coartada. Nadie igual a
Rosa Cabarcas para una situación como aquélla: le vendió la virginidad de la niña a
alguno de sus grandes cacaos a cambio de que a ella la sacaran limpia del crimen.
Lo primero, claro, fue desaparecer mientras se aplacaba el escándalo. ¡Qué
maravilla! Una luna de miel para tres, ellos dos en la cama, y Rosa Cabarcas en una
terraza de lujo disfrutando de su impunidad feliz. Ciego de una furia insensata, fui
reventando contra las paredes cada cosa del cuarto: las lámparas, el radio, el
ventilador, los espejos, las jarras, los vasos. Lo hice sin prisa, pero sin pausas, con
un grande estropicio y una embriaguez metódica que me salvó la vida. La niña dio
un salto al primer estallido, pero no me miró sino que se enroscó de espaldas a mí, y
así permaneció con espasmos entrecortados hasta que cesó el estropicio. Las
gallinas en el patio y los perros de la madrugada aumentaron el escándalo. Con la
cegadora lucidez de la cólera tuve la inspiración final de prenderle fuego a la casa,
cuando apareció en la puerta la figura impasible de Rosa Cabarcas en camisa de
dormir. No dijo nada. Hizo con la vista el inventario del desastre, y comprobó que la
niña estaba enroscada sobre sí misma como un caracol y con la cabeza escondida
entre los brazos: aterrada pero intacta.
— ¡Dios mío! – exclamó Rosa Cabarcas –. ¡Qué no hubiera dado yo por un amor
como éste!
Me midió de cuerpo entero con una mirada de misericordia, y me ordenó: Vamos. La
seguí hasta la casa, me sirvió un vaso de agua en silencio, me hizo una seña de que
me sentara frente a ella, y me puso en confesión. Bueno, me dijo, ahora pórtate
como un adulto, y cuéntame: ¿qué te pasa?
Le conté con lo que tenía como mi verdad revelada. Rosa Cabarcas me escuchó en
silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he
dicho que los celos saben más que la verdad. Y entonces me contó la realidad sin
reservas. En efecto, dijo, en su ofuscación de la noche del crimen, se había olvidado
de la niña dormida en el cuarto. Uno de sus clientes, abogado del muerto, además,
repartió prebendas y sobornos a cuatro manos, e invitó a Rosa Cabarcas a un hotel
de reposo de Cartagena de Indias, mientras se disipaba el escándalo. Créeme, dijo
Rosa Cabarcas, que en todo este tiempo no dejé de pensar ni un momento en ti y en
la niña. Volví antier y lo primero que hice fue llamarte por teléfono, pero nadie
contestó. En cambio la niña vino enseguida, y en tan mal estado que te la bañé, te la
vestí y te la mandé al salón de belleza con la orden de que la arreglaran como una
reina. Ya viste cómo: perfecta. ¿La ropa de lujo? Son los trajes que les alquilo a mis
pupilas más pobres cuando tienen que ir a bailar con sus clientes. ¿Las joyas? Son
las mías, dijo: Basta con tocarlas para darse cuenta de que son diamantes de vidrio
y estoperoles de hojalata. De modo que no jodas, concluyó: Anda, despiértala,
pídele perdón, y hazte cargo de ella de una vez. Nadie merece ser más feliz que
ustedes.
Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la razón.
¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las entrañas. ¡Eso
es lo que son ustedes!, grité: ¡Putas de mierda! No quiero saber nada más de tí, ni
de ninguna otra guaricha en el mundo, y menos de ella. Le hice desde la puerta una
señal de adiós para siempre. Rosa Cabarcas no lo dudó.
— Vete con Dios – me dijo con un rictus de tristeza, y volvió a su vida real –. De
todos modos te pasaré la cuenta del desmadre que me hiciste en el cuarto.
5
Leyendo Los idus de marzo encontré una frase siniestra que el autor atribuye a Julio
César: Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. No pude
comprobar su verdadero origen en la propia obra de Julio César ni en las obras de
sus biógrafos, desde Suetonio hasta Carcopino, pero valió la pena conocerla. Su
fatalismo aplicado al curso de mi vida en los meses siguientes fue lo que me dio la
determinación que me hacía falta no sólo para escribir esta memoria, sino para
empezarla sin pudores con el amor de Delgadina.
No tenía un instante de sosiego, apenas si probaba bocado y perdí tanto peso que
no se me tenían los pantalones en la cintura. Los dolores erráticos se me quedaron
en los huesos, cambiaba de ánimo sin razón, pasaba las noches en un estado de
deslumbramiento que no me permitía leer ni escuchar música, y en cambio se me
iba el día cabeceando por una somnolencia sonsa que no servía para dormir.
El alivio me cayó del cielo. En la atestada góndola de Loma Fresca una vecina de
asiento que no había visto subir me susurró al oído: ¿Todavía tiras? Era Casilda
Armenia, un viejo amor de a tres por cinco que me había soportado como cliente
asiduo desde que era una adolescente altiva. Una vez retirada, medio enferma y sin
un clavo, se había casado con un hortelano chino que le dio nombre y apoyo, y
quizás un poco de amor. A los setenta y tres años tenía el peso de siempre, seguía
bella y de carácter fuerte, y conservaba intacto el desparpajo del oficio.
Me llevó a su casa, una huerta de chinos en una colina de la carretera al mar. Nos
sentamos en las sillas de playa de la terraza umbría, entre helechos y frondas de
astromelias, y jaulas de pájaros colgadas en el alero. En la falda de la colina se
veían los hortelanos chinos con sombreros de cono sembrando las hortalizas bajo el
sol abrasante, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza con los dos tajamares de
rocas que canalizan el río varias leguas en el mar. Mientras conversábamos vimos
entrar un trasatlántico blanco por la desembocadura y lo seguimos callados hasta oír
su bramido de toro lúgubre en el puerto fluvial. Ella suspiró. ¿Te das cuenta? En
más de medio siglo es la primera vez que no te recibo la visita en la cama. Ya somos
otros, dije. Ella prosiguió sin oírme: Cada vez que dicen cosas de ti en el radio, que
te elogian por el cariño que te tiene la gente y te llaman maestro del amor,
imagínate, pienso que nadie te conoció tus gracias y tus mañas tan bien como yo.
En serio, dijo, nadie hubiera podido soportarte mejor.
No resistí más. Ella lo sintió, vio mis ojos húmedos de lágrimas, y sólo entonces
debió descubrir que ya no era el que fui y le sostuve la mirada con un valor del que
nunca me creí capaz. Es que me estoy volviendo viejo, le dije.Ya lo estamos, suspiró
ella. Lo que pasa es que uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el
mundo lo ve.
Era imposible no abrirle el corazón, así que le conté la historia completa que me
ardía en las entrañas, desde mi primera llamada a Rosa Cabarcas la víspera de mis
noventa años, hasta la noche trágica en que hice añicos el cuarto y no regresé más.
Ella me oyó el desahogo como si estuviera viviéndolo, lo rumió muy despacio, y por
fin sonrió.
— Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura – me dijo –. No hay peor
desgracia que morir solo.
Fuimos a Puerto Colombia en el trenecito de juguete tan despacioso como un
caballo. Almorzamos frente al muelle de maderas carcomidas por donde había
entrado el mundo entero al país antes que se dragaran las Bocas de Ceniza. Nos
sentamos bajo un cobertizo de palma, donde las grandes matronas negras servían
pargos fritos con arroz de coco y tajadas de plátano verde. Dormitamos en el sopor
denso de las dos, y seguimos conversando hasta que se hundió en el mar el
inmenso sol de candela. La realidad me parecía fantástica. Mira adonde ha venido a
dar nuestra luna de miel, se burló ella. Pero prosiguió en serio: Hoy miro para atrás,
veo la fila de miles de hombres que pasaron por mis camas, y daría el alma por
haberme quedado aunque fuera con el peor. Gracias a Dios, encontré mi chino a
tiempo. Es como estar casada con el dedo meñique, pero es sólo mío.
Me miró a los ojos, midió mi reacción a lo que acababa de contarme, y me dijo: Así
que vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te
dicen los celos, sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin
romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de
burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó
con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.
El pulso me temblaba al día siguiente cuando marqué el número del teléfono. Tanto
por la tensión del reencuentro con Delgadina, como por la incertidumbre de la forma
en que Rosa Cabarcas me respondiera. Habíamos tenido una disputa seria por el
abuso con que tasó los destrozos que hice en su cuarto. Tuve que vender uno de los
cuadros más amados de mi madre, cuyo valor se calculaba en una fortuna, pero a la
hora de la verdad no llegó a un décimo de mis ilusiones.
Aumenté la suma con el resto de mis ahorros y se la llevé a Rosa Cabarcas con una
consigna inapelable: Lo tomas o lo dejas. Fue un acto suicida, porque sólo con
vender uno de mis secretos ella habría aniquilado mi buen nombre. Pero no
respingó, sino que se quedó con los cuadros que había tomado en prenda la noche
del pleito. Fui el perdedor absoluto en una sola jugada: me quedé sin Delgadina, sin
Rosa Cabarcas y sin mis últimos ahorros. Sin embargo, oí el timbre del teléfono una
vez, dos veces, tres, y por fin ella: ¿A ver? No me salió la voz. Colgué. Me eché en
la hamaca, tratando de serenarme con la lírica ascética de Satie, y sudé tanto que el
lienzo quedó empapado. Hasta el día siguiente no tuve el valor de llamar.
— Bueno, mujer – dije con voz firme –. Hoy sí.
Rosa Cabarcas, cómo no, estaba más allá de todo. Ay, mi sabio triste, suspiró con
su ánimo invencible, te pierdes dos meses y sólo vuelves para pedir ilusiones. Me
contó que no había visto a Delgadina desde hacía más de un mes, que parecía tan
repuesta del susto de mis estropicios que ni siquiera habló de ellos ni preguntó por
mí, y estaba muy contenta en un nuevo empleo, más cómodo y mejor pagado que
coser botones. Una oleada de fuego vivo me quemó las entrañas. Sólo puede ser de
puta, dije. Rosa me replicó sin pestañear: No seas bruto, si así fuera estaría aquí.
¿O dónde podría estar mejor? La rapidez de su lógica me agravó la duda: ¿Y cómo
sé que no está ahí? En ese caso, replicó ella, lo que más te conviene es no saberlo.
¿O no? Una vez más la odié. Ella, a prueba de erosiones, prometió rastrear a la
niña. Sin muchas esperanzas, porque el teléfono de la vecina donde la llamaba
seguía cortado y no tenía la menor idea de dónde vivía. Pero no era para echarse a
morir, qué carajo, dijo, te llamo en una hora.
Fue una hora de tres días, pero encontró a la niña disponible y sana. Volví
avergonzado, y la besé palmo a palmo, como penitencia, desde las doce de la noche
hasta que cantaron los gallos. Un perdón largo que me prometí seguir repitiendo
para siempre y fue como empezar otra vez por el principio. El cuarto había sido
desmantelado, y el mal uso había acabado con todo lo que yo había puesto. Ella lo
había dejado así, y me dijo que cualquier mejora tenía que hacerla yo por lo que
estaba debiéndole. Sin embargo, mi situación económica tocaba fondo. El dinero de
las jubilaciones alcanzaba cada vez para menos. Las pocas cosas vendibles que
quedaban en la casa -salvo las joyas sagradas de mi madre- carecían de valor
comercial y nada era bastante viejo para ser antiguo. En tiempos mejores, el
gobernador me había hecho la oferta tentadora de comprarme en bloque los libros
de los clásicos griegos, latinos y españoles para la Biblioteca Departamental, pero
no tuve corazón para venderlos. Después, con los cambios políticos y el deterioro
del mundo, nadie del gobierno pensaba en las artes ni las letras. Cansado de buscar
una solución decente, me eché al bolsillo las joyas que Delgadina me había
devuelto, y me fui a empeñarlas en un callejón siniestro que conducía al mercado
público. Con aires de sabio distraído recorrí varias veces aquel tugurio atiborrado de
cantinas de mala muerte, librerías de viejo y casas de empeño, pero la dignidad de
Florina de Dios me cerró el paso: no me atreví. Entonces decidí venderlas con la
frente en alto a la joyería más antigua y acreditada.
El dependiente me hizo algunas preguntas mientras examinaba las joyas con su
monóculo. Tenía la conducta, el estilo y el pavor de un médico. Le expliqué que eran
joyas heredadas de mi madre. El aprobaba con un gruñido cada una de mis
explicaciones, y por fin se quitó el monóculo.
— Lo siento – dijo –, pero son culos de botellas.
Ante mi sorpresa, me explicó con una suave conmiseración: Menos mal que el oro
es oro y el platino es platino. Me toqué el bolsillo para asegurarme de que llevaba las
facturas de compra, y dije sin resabios:
— Pues fueron compradas en esta noble casa hace más de cien años.
El no se inmutó. Suele suceder, dijo, que en las joyas hereditarias vayan
desapareciendo las piedras más valiosas con el paso del tiempo; sustituidas por
díscolos de la familia, o por joyeros bandidos, y sólo cuando alguien trata de
venderlas se descubre el fraude. Pero permítame un segundo, dijo, y se llevó las
joyas por la puerta del fondo. Al cabo de un momento regresó, y sin explicación
alguna me indicó que me sentara en la silla de espera, y siguió trabajando.
Examiné la tienda. Había ido con mi madre varias veces, y recordaba una frase
recurrente: No se lo digas a tu papá. De pronto se me ocurrió una idea que me
crispó: ¿no sería que Rosa Cabarcas y Delgadina, de común acuerdo, habían
vendido las piedras legítimas y me devolvieron las joyas con las piedras falsas?
Estaba ardiendo en dudas cuando una secretaria me invitó a seguirla por la misma
puerta del fondo, hasta una oficina pequeña, con una larga estantería de gruesos
volúmenes. Un beduino colosal se levantó en el escritorio del fondo y me estrechó la
mano tuteándome con una efusión de viejo amigo. Hicimos juntos el bachillerato, me
dijo, a modo de saludo. Me fue fácil recordarlo: era el mejor futbolista de la escuela y
campeón de nuestros primeros burdeles. Había dejado de verlo en algún momento
incierto, y debió verme tan decrépito que me confundió con un condiscípulo de su
infancia.

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