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El amor en los tiempos del cólera - 33

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:32:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Esto fue por la época en que murió su madre y Florentino Ariza quedó solo en la
casa. Era un rincón adecuado para su modo de amar, porque la calle era discreta a pesar
de que las tantas ventanas de su nombre hicieran pensar en demasiados ojos detrás de
los visillos. Pero todo eso había sido hecho para que Fermina Daza fuera feliz, y sólo ella
lo sería, de modo que Florentino Ariza prefirió perder muchas oportunidades durante sus
años más fructíferos, antes que mancillar su casa con otros amores. Por fortuna, cada
peldaño que escalaba en la C.F.C. implicaba nuevos privilegios, sobre todo privilegios
secretos, y uno de los más útiles para él fue la posibilidad de usar las oficinas durante la
noche, o en domingos y días feriados, con la complacencia de los celadores. Una vez,
siendo primer vicepresidente, estaba haciendo un amor de emergencia con una de las
muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella acaballada
sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó la cabeza, como si
se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por encima de los lentes al sobrino
aterrorizado. “¡Carajo! -dijo el tío sin el menor asombro-. ¡La misma vaina que tu papá!”.
Y antes de cerrar otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
-Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la cara.
No se volvió a hablar de eso, pero en la oficina de Florentino Ariza fue imposible
trabajar la semana siguiente. Los electricistas entraron el lunes en tropne a instalar un
ventilador de aspas en el cielo raso. Los cerrajeros llegaron sin anunciarse, y armaron un
escándalo de guerra poniendo un cerrojo en la puerta para que pudiera cerrarse por
dentro. Los carpinteros tomaron medidas sin decir para qué, los tapiceros llevaron
muestras de cretonas para ver si concordaban con el color de las paredes, y la semana
siguiente tuvieron que meter por la ventana, pues no cabía por las puertas, un enorme
sofá matrimonial con estampados de flores dionisíacas. Trabajaban en las horas menos
pensadas, con una impertinencia que no parecía casual, y para todo el que protestaba
tenían la misma respuesta: “Orden de la dirección general”. Florentino Ariza no supo
nunca si semejante intromisión fue una amabilidad del tío, velando por sus amores
descarriados, o si era una manera muy suya de hacerle ver su conducta abusiva. No se le
ocurrió la verdad, y era que el tío León XII lo estimulaba, por que también a él le había
llegado la voz de que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de los
hombres, y esto lo había atormentado como un obstáculo para hacerlo su sucesor.
Al contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable
que duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado en domingo. Había
tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de su imperio,
pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas
de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno
detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía por
completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde
una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por
cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecta-Mniestro y su paraguas de
vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas.
Cuando el tío se retiró contra su voluntad, por prescripción médica, Florentino
Ariza empezó a sacrificar de buen grado algunos amores dominicales. Se iba a
acompañarlo en su refugio campestre, a bordo de uno de los primeros automóviles que
se vieron en la ciudad, cuya manivela de arranque tenía tal fuerza de retroceso que le había descuajado el brazo al primer conductor. Hablaban muchas horas, el viejo en la
hamaca con su nombre bordado en hilos de seda, lejos de todo y de espaldas al mar, en
una antigua hacienda de esclavos desde cuyas terrazas de astromelias se veían por la
tarde las crestas nevadas de la sierra. Siempre había sido difícil que Florentino Ariza y su
tío pudieran hablar de algo distinto de la navegación fluvial, y siguió siéndolo en aquellas
tardes demoradas, en las cuales la muerte fue siempre un invitado invisible. Una de las
preocupaciones recurrentes del tío León XII era que la navegación fluvial no pasara a
manos de los empresarios del interior vinculados a los consorcios europeos. “Este ha sido
siempre un negocio de matacongos -decía---. Si lo cogen los cachacos se lo vuelven a
regalar a los alemanes”. Su preocupación era consecuente con una convicción política
que le gustaba repetir aun cuando no viniera al caso:
-Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros
en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país -decía---. Aquí se
hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero
seguimos en la Colonia.
A sus hermanos masones que atribuían todos los males al fracaso del federalismo,
les replicaba siempre: “La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la
guerra del 76”. Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo
absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor del mar.
En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la empresa. Contra el
criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación fluvial, que siempre parecía al
borde del desastre, sólo podía remediarse con la renuncia espontánea al monopolio de
los buques de vapor, concedido por el Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe
por noventa y nueve años y un día. El tío protestaba: “Estas ideas te las mete en la
cabeza mi tocaya Leona con sus novelerías de anarquista”. Pero era cierto sólo a medias.
Florentino Ariza fundaba sus razones en la experiencia del comodoro alemán Juan B.
Elbers, que había estropeado su noble ingenio con la desmesura de su ambición
personal. El tío pensaba, en cambio, que el fracaso de Elbers no se debió a sus
privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo tiempo, y que habían
sido casi como echarse encima la responsablidad de la geografía nacional: se hizo cargo
de mantener la navegabilidad del río, las instalaciones portuarias, las vías terrestres de
acceso, los medios de transporte. Además, decía, la oposición virulenta del presidente
Simón Bolívar no fue un obstáculo para echarse a reír.
La mayoría de los socios tomaban aquellas disputas como los pleitos
matrimoniales, en los que ambas partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía
natural, no porque la vejez lo hubiera vuelto menos visionario de lo que fue siempre,
como solía decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía
parecerle como botar en la basura los trofeos de una batalla histórica que él y sus
hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios poderosos del
mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus derechos de tal modo, que
nadie podría tocarlos antes de su extinción legal. Pero de pronto, cuando ya Florentino
Ariza había rendido sus armas en las tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII
dio su consentimiento para la renuncia del privilegio centenario, con la única condición
honorable de que no se hiciera antes de su muerte.
Fue su acto final. No volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le
hicieran consultas, ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo
de su lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera compadecerlo.
Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la terraza, meciéndose muy
despacio en un mecedor vienés, junto a una mesita donde las criadas le mantenían
siempre caliente una olla de café negro y un vaso de agua de bicarbonato con dos
dentaduras postizas, que ya no se ponía sino para recibir visitas. Veía a muy pocos
amigos, y sólo hablaba de un pasado tan remoto que era muy anterior a la navegación
fluvial. Sin embargo, le quedó un tema nuevo: el deseo de que Florentino Ariza se
casara. Se lo expresó varias veces, y siempre en la misma forma.

-Si yo tuviera cincuenta años menos -le decía- me casaría con mi tocaya Leona.
No puedo imaginarme una esposa mejor.
Florentino Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a
última hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo por
la borda, morirse, antes que fallarle a Fermina Daza. Por fortuna, el tío León XII no
insistió. Cuando cumplió los noventa y dos años reconoció al sobrino como heredero
único, y se retiró de la empresa.
Seis meses después, por acuerdo unánime de los socios, Florentino Ariza fue
nombrado Presidente de la Junta Directiva y Director General. El día en que tomó
posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro pidió excusas
por hablar sin levantarse del mecedor, e improvisó un breve discurso que más bien
pareció una elegía. Dijo que su vida había empezado y terminaba con dos
acontecimientos providenciales. El primero fue que el Libertador lo había cargado en sus
brazos, en la población de Turbaco, cuando iba en su viaje desdichado hacia la muerte.
La otra había sido encontrar, contra todos los obstáculos que le había interpuesto el
destino, un sucesor digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama,
concluyó:
-La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos
entierros, menos en el mío.
Para cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó a
capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino Ariza se conmovió,
pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las gracias. Tal como
había hecho y pensado todo lo que había hecho y pensado en la vida, llegaba a la
cumbre sin ninguna otra causa que la determinación encarnizada de estar vivo y en buen
estado de salud en el momento de asumir su destino a la sombra de Fermina Daza.
Sin embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en
la fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto las que
dormían en los cementerios, pensando en él a través de las rosas que les sembraba
encima, como las que todavía apoyaban la cabeza sobre la misma almohada en que
dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta de una deseó estar con
todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado. Pues aun en sus épocas más
difíciles y en sus momentos peores, había mantenido algún vínculo, por débil que fuera,
con las incontables amantes de tantos años: siempre siguió el hilo de sus vidas.
Así que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se
llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el primer día. Le
bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina y el sombrero de largas
cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda del buque. Varias veces en los
años numerosos de su edad lo tuvo todo listo para ir a buscarla sin saber ni siquiera
dónde, sin conocer su apellido, sin saber si era ella la que buscaba, pero seguro de
encontrarla en cualquier parte entre fflorestas de orquídeas. Cada vez, por un
inconveniente real de última hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se
aplazaba cuando ya estaban a punto de levar la tabla del buque: siempre por un motivo
que tenía algo que ver con Fermina Daza.
Se acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de
la Calle de las Ventanas, aunque no hubiera sido él sino Tránsito Ariza quien la hizo
entrar. A ella le consagró más comprensión que a otra ninguna, por ser la única que
irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun siendo tan lerda en
la cama. Pero su vocación de gata errante, más indómita que la misma fuerza de su
ternura, los mantuvo a ambos condenados a la infidelidad. Sin embargo, lograron ser
amantes intermitentes durante casi treinta años gracias a su divisa de mosqueteros:
Infieles, pero no desleales. Fue además la única por la que Florentino Ariza dio la cara:
cuando le avisaron que había muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a
sus expensas y asistió solo al entierro.

Se acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las
sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la
otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa
para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa,
la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la perinola
durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie aunque no fuera de
ella.
Se acordó de Ángeles Alfaro, la efímera y la más amada de todas, que vino por
seis meses a enseñar instrumentos de arco en la Escuela de Música y pasaba con él las
noches de luna en la azotea de su casa, como su madre la echó al mundo, tocando las
suites más bellas de toda la música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre
sus muslos dorados. Desde la primera noche de luna, ambos se hicieron trizas los
corazones con un amor de principiantes feroces. Pero Ángeles Alfaro se fue como vino,
con su sexo tierno y su violonchelo de pecadora, en un transatlántico abanderado por el
olvido, y lo único que quedó de ella en las azoteas de luna fueron sus señas de adiós con
un pañuelo blanco que parecía una paloma en el horizonte, solitaria y triste, como en los
versos de los Juegos Florales. Con ella aprendió Florentino Ariza lo que ya había padecido
muchas veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y
de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre del
muelle, se había dicho con un golpe de rabia: “El corazón tiene más cuartos que un hotel
de putas”. Estaba bañado en lágrimas por el dolor de los adioses. Sin embargo, no bien
había desaparecido el barco en la línea del horizonte, cuando ya el recuerdo de Fermina
Daza había vuelto a ocupar su espacio total.
Se acordó de Andrea Varón, frente a cuya casa había pasado la semana anterior,
pero la luz anaranjada en la ventana del baño le advirtió que no podía entrar: alguien se
le había adelantado. Alguien: hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en
minucias de esa índole en los desórdenes del amor. De todas las de la lista era la única
que vivía de su cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente de planta. En sus
buenos años había hecho una carrera legendaria de cortesana clandestina, que le valió el
nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos. Enloqueció a gobernadores y
almirantes, vio llorar en su hombro a algunos próceres de las armas y las letras que no
eran tan ilustres como se creían, y aun a algunos que lo eran. Fue verdad, en cambio,
que el presidente Rafael Reyes, por sólo media hora apresurada entre dos visitas
casuales a la ciudad, le asignó una pensión vitalicia por servicios distinguidos en el
Ministerio del Tesoro, donde no había sido empleada ni un día. Repartió sus dádivas de
placer hasta donde le alcanzó el cuerpo, y aunque su conducta impropia era de dominio
público, nadie hubiera podido exhibir contra ella una prueba terminante, porque sus
cómplices insignes la protegieron tanto como a sus propias vidas, conscientes de que no
era ella sino ellos los que tenían más que perder con el escándalo. Florentino Ariza había
violado por ella su principio sagrado de no pagar, y ella había violado el suyo de no
hacerlo gratis ni con el esposo. Se habían puesto de acuerdo en el precio simbólico de un
peso por cada vez, pero ella no lo recibía ni él se lo daba en la mano, sino que lo metían
en el cochinito de alcancía hasta que fueran suficientes para comprar cualquier ingenio
ultramarino en el Portal de los Escribanos. Fue ella la que atribuyó una sensualidad
distinta a las lavativas que él usaba para las crisis de estreñimiento, y lo convenció de
compartirlas, de aplicárselas juntos en el transcurso de sus tardes locas, tratando de
inventar todavía más amor dentro del amor.
Consideraba una fortuna que en medio de tantos encuentros aventurados, la única
que le hizo probar una gota de amargura fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus
días en el manicomio de la Divina Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada
obscenidad, que debieron aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras locas.
Sin embargo, cuando recibió entera la responsabilidad de la C.F.C. ya no tenía mucho
tiempo ni demasiados ánimos para tratar de sustituir con nadie a Fermina Daza: la sabía
insustituible. Poco a poco había ido cayendo en la rutina de visitar a las ya establecidas,
acostándose con ellas hasta donde le sirvieran, hasta donde le fuera posible, hasta
cuando tuvieran vida. El domingo de Pentecostés, cuando murió Juvenal Urbino, ya sólo le quedaba una, una sola, con catorce años apenas cumplidos, y con todo lo que ninguna
otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor.
Se llamaba América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima
de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien
tenían un parentesco sanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del gobierno
para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que
parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con sus botines blancos y su trenza
dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos la siesta de muchos
domingos. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras
de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer
que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de
domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su
confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de
abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino. Para ella fue inmediato: se le abrieron
las puertas del cielo. Estalló en una eclosión floral que la dejó flotando en un limbo de
dicha, y fue un estímulo eficaz en sus estudios, pues se mantuvo siempre en el primer
lugar de la clase para no perder la salida del fin de semana. Para él fue el rincón más
abrigado en la ensenada de la vejez. Después de tantos años de amores calculados, el
gusto desabrido de la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora.
Coincidieron. Ella se comportaba como lo que era, una niña dispuesta a descubrir
la vida bajo la guía de un hombre venerable que no se sorprendía de nada, y él se
comportó a conciencia como lo que más había temido ser en la vida: un novio senil.
Nunca la identificó con Fermina Daza, a pesar de que el parecido era más que fácil, no
sólo por la edad, por el uniforme escolar, por la trenza, por su andar montuno, y hasta
por su carácter altivo e imprevisible. Más aún: la idea de la sustitución, que tan buen
aliciente había sido para su mendicidad de amor, se borró por completo. Le gustaba por
lo que ella era, y terminó amándola por lo que ella era con una fiebre de delicias
crepusculares. Fue la única con que tomó precauciones drásticas contra un embarazo
accidental. Después de una media docena de encuentros, no había para ambos otro
sueño que las tardes de los domingos.
Puesto que él era la única persona autorizada para sacarla del internado, iba a
buscarla en el Hudson de seis cilindros de la C.F.C., y a veces le quitaban la capota en las
tardes sin sol para pasear por la playa, él con el sombrero tétrico, y ella muerta de risa,
sosteniéndose con las dos manos la gorra de marinero del uniforme escolar para que no
se la llevara el viento. Alguien le había dicho que no anduviera con su acudiente más de
lo indispensable, que no comiera nada que él hubiera probado ni se pusiera muy cerca de
su aliento, porque la vejez era contagiosa. Pero a ella no le importaba. Ambos se
mostraban indiferentes a lo que pudiera pensarse de ellos, porque el parentesco era bien
conocido, y además sus edades extremas los ponían a salvo de toda suspicacia.
Acababan de hacer el amor el domingo de Pentecostés, a las cuatro de la tarde'
cuando empezaron los dobles. Florentino Ariza tuvo que sobreponerse al sobresalto del
corazón. En su juventud, el ritual de los dobles estaba incluido en el precio de los
funerales, y sólo se negaba a los pobres de solemnidad. Pero después de nuestra última
guerra, en el puente de los dos siglos, el régimen conservador consolidó sus costumbres
coloniales, y las pompas fúnebres se hicieron tan costosas que sólo los más ricos podían
pagarlos. Cuando murió el arzobispo Ercole de Luna, las campanas de toda la provincia
doblaron sin tregua durante nueve días con sus noches, y fue tal el tormento público que
el sucesor eliminó de los funerales el requisito de los dobles, y los dejó reservados para
los muertos más ilustres. Por eso cuando Florentino Ariza oyó doblar en la catedral a las
cuatro de la tarde de un domingo de Pentecostés, se sintió visitado por un fantasma de
sus mocedades perdidas. Nunca imaginó que fueran los dobles que tanto había anhelado
durante tantos y tantos años, desde el domingo en que vio a Fermina Daza encinta de
seis meses, a la salida de la misa mayor.
-Carajo -dijo en la penumbra---. Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo
doblen en la catedral.

América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar.
-Debe ser por el Pentecostés -dijo.
Florentino Ariza no era experto ni mucho menos en los negocios de la iglesia, ni
había vuelto a misa desde que tocaba el violín en el coro con un alemán que le enseñó
además la ciencia del telégrafo, y de cuyo destino no se tuvo nunca una noticia cierta.
Pero sabía sin duda que las campanas no doblaban por el Pentecostés. Había un duelo en
la ciudad, por cierto, y él lo sabía. Una comisión de refugiados del Caribe había estado en
su casa aquella mañana para informarle que Jeremiah de Saint-Amour había amanecido
muerto en su taller de fotógrafo. Aunque Florentino Ariza no era su amigo cercano, lo era
de otros muchos refugiados que siempre lo invitaban a sus actos públicos, y sobre todo a
sus entierros. Pero estaba seguro de que las campanas no doblaban por Jeremiah de
SaintAmour, que era un incrédulo militante y un anarquista empedernido, y que además
había muerto por su propia mano.
-No -dijo-, unos dobles así sólo pueden ser de gobernador para arriba.
América Vicuña, con el pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas
mal cerradas, no tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del
almuerzo y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el
ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los
gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la amaba como
había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a ésta la amaba con
más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de estar muerto de viejo
cuando ella terminara la escuela superior.
El cuarto parecía más bien un camarote de barco, con paredes de listones de
madera muchas veces pintados encima de la pintura anterior, como los barcos, pero el
calor era más intenso que el de los camarotes de los buques del río a las cuatro de la
tarde, aun con el ventilador eléctrico colgado sobre la cama, por la reverberación del
techo metálico. No era un dormitorio formal sino un camarote de tierra firme mandado
construir por Florentino Ariza detrás de sus oficinas de la C.F.C., sin más propósitos ni
pretextos que los de tener una buena guarida para sus amores de viejo. En los días
ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los estibadores y el estruendo de las
grúas del puerto fluvial, y los bramidos enormes de los buques en el muelle. Sin
embargo, para la niña era un paraíso dominical.
El día de Pentecostés pensaban estar juntos hasta que ella tuviera que volver al
internado, cinco minutos antes del Ángelus, pero los dobles le hicieron recordar a
Florentino Ariza su promesa de asistir al entierro de Jeremiah de Saint-Amour, y se vistió
más de prisa que de costumbre. Antes, como siempre, le tejió a la niña la trenza solitaria
que él mismo le soltaba antes de hacer el amor, y la subió en la mesa para hacerle el
lazo de los zapatos del uniforme, que ella siempre hacía mal. La ayudaba sin malicia, y
ella lo ayudaba a ayudarla como si fuera un deber: ambos habían perdido la conciencia
de sus edades desde los primeros encuentros, y se trataban con la confianza de dos
esposos que se habían ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi
nada para decirse.

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