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El amor en los tiempos del cólera - 35

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:38:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Florentino Ariza, en un estado de exaltación que no había logrado apaciguar con
cuatro copas de oporto, siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado
que eran su tema único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un
camino secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por la
boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una aproximación
sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: “¿Qué harías si alguien te propusiera
matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?”. Ella se rió, con una arrugada risa de
vieja, y preguntó a su vez:

-¿Lo dices por la viuda de Urbino?
Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan
más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia
Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se
escabulló por la puerta falsa: “Lo digo por ti”. Ella volvió a reír: “Anda a burlarte de tu
puta madre, que en paz descanse”. Luego lo instó a que dijera lo que quería decir,
porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la
madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan
de monte con encurtidos. Dijo: “Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con
quien llorar”. Florentino Ariza se batió en retirada.
-Por una vez te equivocas -le dijo-. Mis motivos de esta noche son más bien para
cantar.
-Entonces cantemos --dijo ella.
Empezó a entonar con muy buena voz la canción de moda: Ramona, sin ti no
puedo ya vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos prohibidos
con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el otro lado de la luna.
Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas dalias de junio, y a una calle de su
juventud por donde desfilaban las viudas de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces
fue él y no ellas quien cambió de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era
imposible soportar, no desde la'media noche, como él creía, porque estas eran otras: las
que llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
Había perdido la cuenta de su tiempo, cuando despertó sin saber dónde frente a
un ventanal deslumbrante. La voz de América Vicuña jugando a la pelota en el jardín con
las muchachas del servicio, lo puso en la realidad: estaba en la cama de su madre, cuya
alcoba conservaba intacta, y donde solía dormir para sentirse menos solo en las pocas
ocasiones en que lo inquietaba la soledad. Frente a la cama estaba el gran espejo del
Mesón de don Sancho, y a él le bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza
reflejada en el fondo. Supo que era sábado, porque era el día en que el chofer recogía en
el internado a América Vicuña, y la llevaba a su casa. Se dio cuenta de que había
dormido sin saberlo, soñando que no podía dormir, con un sueño perturbado por la cara
de rabia de Fermina Daza. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se vistió
muy despacio con sus ropas mejores, se perfumó y se engomó el bigote blanco de
puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del segundo piso a la bella
criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire con la gracia que tantos sábados
lo había hecho estremecer, pero que esa mañana no le causó la menor turbación. Le
indicó que fuera con él, y antes de subir en el automóvil le dijo sin necesidad: “Hoy no
vamos a hacer cositas”. La llevó a la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los
padres que comían helados con sus niños bajo los ventiladores de grandes aspas
colgados del cielo raso. América Vicuña pidió un helado de varios pisos, cada uno de un
color distinto en una copa gigantesca, que era su favorito y el más vendido porque
exhalaba una humareda mágica. Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña
sin hablar, mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo para
alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de pronto:
-Me voy a casar.
Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en
el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.
-Es embuste -dijo-. Los viejitos no se casan.
Esa tarde la dejó en el internado al punto del Ángelus, bajo un aguacero
obstinado, después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en
los puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras enjauladas de un
circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda clase de dulces para llevar
al internado, y de haber repasado la ciudad varias veces en el automóvil descubierto para
que ella se fuera acostumbrando a la idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El domingo le mandó el automóvil por si quería pasear con sus amigas, pero no la quiso
ver, porque desde la semana anterior había tomado conciencia plena de la edad de
ambos. Esa noche tomó la determinación de escribirle a Fermina Daza una carta de
disculpas, aunque sólo fuera para no capitular, pero la dejó para el día siguiente. El
lunes, al cabo de tres semanas exactas de pasión, entró en su casa ensopado de lluvia, y
encontró la carta de ella.
Eran las ocho de la noche. Las dos muchachas del servicio estaban acostadas, y
habían dejado en el pasillo la única luz permanente que le permitía a Florentino Ariza
llegar hasta el dormitorio. Sabía que su cena desmirriada e insípida estaba en la mesa
del comedor, pero el poco de hambre que llevaba después de tantos días comiendo de
cualquier modo se le esfumó con la conmoción de la carta. Le costó trabajo encender la
luz general del dormitorio por el temblor de las manos. Puso la carta mojada sobre la
cama, encendió la veladora en la mesa de noche, y con una calma fingida que era un
recurso muy suyo para serenarse, se quitó la chaqueta empapada y la colgó en el
espaldar de la silla, se quitó el chaleco y lo puso muy bien doblado sobre la chaqueta, se
quitó la cinta de seda negra y el cuello de celuloide que ya había pasado de moda en el
mundo, se desabotonó la camisa hasta la cintura y se soltó la correa para respirar mejor,
y por último se quitó el sombrero y lo puso a secar junto a la ventana. De pronto se
estremeció porque no supo dónde estaba la carta, y era tal su nerviosismo que se
sorprendió al encontrarla, pues no recordaba haberla puesto sobre la cama. Antes de
abrirla secó el sobre con el pañuelo, cuidando de no correr la tinta con que estaba escrito
su nombre, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que aquel secreto no estaba ya
compartido entre dos, sino entre tres, por lo menos, pues a quienquiera que la hubiera
llevado debió llamarle la atención que la viuda de Urbino le escribiera a alguien de fuera
de su mundo apenas tres semanas después de muerto el esposo, con tanta premura que
no mandó la carta por correo, y con tanto sigilo que ordenó no entregarla en mano sino
deslizarla por debajo de la puerta como un billete anónimo. No tuvo que romper el sobre,
pues la goma se había disuelto con el agua, pero la carta estaba seca: tres folios densos,
sin encabezado, y firmados con las iniciales del nombre de casada.
La leyó una vez a toda prisa sentado en la cama, más intrigado por el tono que
por el contenido, y antes de pasar al segundo folio ya sabía que era justo la carta de
improperios que esperaba recibir. La puso abierta bajo el resplandor de la veladora, se
quitó los zapatos y las medias mojadas, apagó junto a la puerta la luz general, y al final
se puso la bigotera de gamuza y se acostó sin quitarse el pantalón y la camisa, con la
cabeza en dos almohadones grandes que le servían de espaldar para leer. Así repasó la
carta, esta vez letra por letra, escudriñando cada letra para que ninguna de sus
intenciones ocultas se le quedara sin desentrañar, y la leyó después cuatro veces más,
hasta que estuvo tan saturado que las palabras escritas empezaron a perder su sentido.
Por último la guardó sin el sobre en la gaveta de la mesa de noche, se acostó bocarriba
con las manos entrelazadas en la nuca, y permaneció durante cuatro horas con la vista
inmóvil en el espacio del espejo donde había estado ella, sin parpadear, respirando
apenas, más muerto que un muerto. A la medianoche en punto fue a la cocina, preparó y
llevó al cuarto un termo. de café espeso como el petróleo crudo, echó la dentadura
postiza en el vaso de agua boricada que siempre encontraba listo para eso en la mesa de
noche, volvió a acostarse en la misma posición de mármol yacente con variaciones
instantáneas cada cierto tiempo para tomar un sorbo de café, hasta que la camarera
entró a las seis con otro termo lleno.
A esa hora, Florentino Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes.
En realidad no le dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones
injustas, que podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la
gravedad del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la
oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía. Así que la
vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo demás dependía de él, y
tenía la convicción cierta de que su infierno privado de más de medio siglo le deparaba
todavía muchas pruebas mortales que él estaba dispuesto a afrontar con más ardor y
más dolor y más amor que todas las anteriores, porque serían las últimas.

Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus
oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo
ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa.
Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona
Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema
de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la
puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.
-Dime una cosa, leona de mi alma -le preguntó Florentino Ariza-: ¿Cómo te
sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?
El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.
-¡Hombre! -exclamó-. Fíjate que nunca se me había ocurrido.
Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado
hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de las
máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: “Loro viejo no
aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle
lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos
desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de
que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una
orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo,
él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas
que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y
a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la
dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el
violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de
un solo dedo como la máquina de escribir.
Así fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado,
otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres para
terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso
un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su nombre, como solía
hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre
con viñetas de luto como era de rigor en una carta para una viuda reciente, y sin el
nombre del remitente al dorso.
Era una carta de seis pliegos que no tenía nada que ver con ninguna otra que
hubiera escrito alguna vez. No tenía ni el tono, ni el estilo, ni el soplo retórico de los
primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido, que el perfume
de una gardenia hubiera sido un exabrupto. En cierto modo, fue la aproximación más
acertada de las cartas mercantiles que nunca pudo hacer. Años después, una carta
personal escrita con medios mecánicos iba a considerarse casi ofensiva, pero todavía
entonces la máquina de escribir era un animal de oficina, sin una ética propia, cuya
domesticación para usos privados no estaba prevista en los manuales de urbanidad.
Parecía más bien de un modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues
en la segunda carta que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta
suyas, empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de
escritura más avanzados que la pluma de acero.
Florentino Ariza no se refirió siquiera a la carta tremenda que ella le había
mandado, sino que intentó desde el principio un método distinto de seducción, sin
ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y cuenta nueva.
Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en sus ideas y experiencias
de las relaciones entre hombre y mujer, que alguna vez había pensado escribir como
complemento del Secretario de los Enamorados. Sólo que entonces la envolvió en un
estilo patriarcal, de memorias de viejo, para que no se le notara demasiado que en
realidad era un documento de amor. Antes escribió muchos borradores al modo antiguo,
que más tardaban en ser leídos con cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que
cualquier descuido convencional, la menor ligereza nostálgica podía remover en su corazón los resabios del pasado, y aunque tenía previsto que ella le devolviera cien
cartas antes de atreverse a abrir la primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que
planeó hasta el último detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para
suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya
había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de
darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no
había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra
cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no
era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.
Tuvo el buen sentido de no esperar una contestación inmediata, pues le bastaba
con que la carta no le fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las
siguientes, y a medida que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más
días pasaran sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La
frecuencia de sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una
por semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo desde
sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse ver a diario en
la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni de enviarla con alguien
que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar un empleado a comprar las
estampillas para todo un mes, y después deslizar la carta en uno de los tres buzones
repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba
los insomnios para escribir, y al día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer
que parara un minuto frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la
carta. Nunca permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de
lluvia, y a veces tomaba la precaución de no Revar una sino varias cartas al mismo
tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego, que las cartas
suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se dirigía a sí mismo, pues
nunca había mantenido correspondencia privada con nadie, salvo el informe de tutor que
mandaba a fines de cada mes a los padres de América Vicuña con sus impresiones
personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus
estudios.
Empezó a numerar las cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un
resumen de las anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de
que Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad. Cuando
se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por sobres blancos y
alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice de las cartas comerciales.
Cuando empezó estaba dispuesto a someter su paciencia a una prueba mayor, al menos
hasta no tener una evidencia de que estaba perdiendo su tiempo con el único método
distinto que pudo concebir. Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le
causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin
nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para
entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo
y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de
siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria
no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.
Mientras tanto, continuó con su vida regular. Previendo una respuesta favorable,
inició una segunda renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido
considerarse su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a
Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a pesar de
los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no sólo en sus noches
de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada
la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para
no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca
desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.
El único tropiezo fue el estado de su relación con América Vicuña. Le había
reiterado al chofer la orden de recogerla los sábados a las diez de la mañana en el internado, pero no sabía qué hacer con ella durante el fin de semana. Por primera vez no
se ocupó de ella, y ella resentía el cambio. Se la encomendaba a las muchachas del
servicio para que la llevaran al cine de la tarde, a las retretas del parque infantil, a las
tómbolas de beneficencia, o le inventaba programas dominicales con otras compañeras
del colegio para no tener que llevarla al paraíso escondido detrás de sus oficinas, donde
ella quería volver siempre desde que la llevó por primera vez. No se daba cuenta, en las
nebulosas de su nueva ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días,
y eran tres años los que habían pasado desde que él la recibió en el motovelero de
Puerto Padre. Por mucho que él quiso dulcificarlo, el cambio para ella fue brutal, pero no
pudo concebir el motivo. El día que él le dijo en la heladería que se iba a casar,
revelándole una verdad, ella sufrió un impacto de pánico, pero luego le pareció una
posibilidad tan absurda que lo olvidó por completo. Muy pronto comprendió, sin
embargo, que él se comportaba como si fuera cierto, con evasivas inexplicadas, como si
no tuviera sesenta años más que ella, sino sesenta años menos.
Una tarde de sábado, Florentino Ariza la encontró tratando de escribir a máquina
en su dormitorio, y lo hacía bastante bien, pues estudiaba mecanografía en el colegio.
Había hecho más de media página de escritura automática, pero en ciertos trechos era
fácil separar una frase reveladora de su estado de ánimo. Florentino Ariza se inclinó
sobre su hombro para leer lo que escribía. Ella se turbó con su calor de hombre, su
aliento entrecortado, el perfume de su ropa, que era el mismo de su almohada. Ya no era
la niña recién llegada que él desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero
es~ tos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos
calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No:
ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa. Siguió
escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda buscó a tientas la
pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir, crecer, suspirar de ansiedad, y su
respiración de viejo se volvió pedregosa y difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él
iba a perder el dominio, se le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no
había de encontrar los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la
mano hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa
con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo,
cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la
fuente y el horno listo a la temperatura justa. No había nadie en la casa. Las sirvientas
habían salido, y los albañiles y los carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los
sábados: tenían el mundo entero para ellos dos. Pero él salió del éxtasis al borde del
abismo, le apartó la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:
-Cuidado, no tenemos cauchitos.
Ella permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al
internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de llorar, y había
afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar las trazas de la liebre
agazapada que le había trastornado la vida. Florentino Ariza, en cambio, incurrió una vez
más en un error de hombre: pensó que ella se había convencido de la inutilidad de sus
propósitos y había resuelto olvidarlo.
Estaba en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró
dando vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio
distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su apariencia
ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas de antaño, y la había
echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el trabajo de romperla. Le habría
bastado con ver el sobre de las siguientes para hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el
fin de los tiempos, mientras él llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía
que existiera una mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas
sin saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si una
existía, sólo podía ser ella.
Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal,
sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga durante varios días, comprendió que
aquel método juvenil no lograría romper las puertas condenadas por el luto. Una
mañana, buscando un número en el directorio de teléfonos, se encontró por casualidad
con el de ella. Llamó. El timbre sonó muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y
afónica: “¿A ver?”. Colgó sin hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le
resintió la moral.
Por esos días, Leona Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo
de amigos a su casa. Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió
la solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la puso de
babero para impedir un accidente mayor: quedó como un bebé viejo. Notó que varias
veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el pañuelo, porque los ojos
le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza en la mano, y ella trató de quitársela
sin despertarlo, pero él reaccionó avergonzado: “Sólo estaba reposando la vista”. Leona
Cassiani se acostó sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.

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