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El Hombre de la Máscara de Hierro 22

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 03:19:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

22

EL AMIGO DEL REY


Fouquet aguardaba con ansiedad, y ya había despedido a algunos servidores y amigos suyos que, anticipándose a la hora de sus acostumbradas recepciones, acudieron a su puerta.
Cuando Fouquet vio volver a D'Artagnan, y tras éste al obispo de Vannes, su alegría fue tan grande como grande había sido su zozobra. Para el superintendente, la presencia de Aramis era una compensación a la desgracia de ser arrestado.
El obispo estaba taciturno y grave, y D'Artagnan, trastornado por todo aquel cúmulo de acontecimientos increíbles.
––¿Y bien, capitán, me traéis al señor de Herblay?
––Y algo mejor todavía, monseñor.
––¿Qué?
––La libertad.
––¿Estoy libre?
––Sí, monseñor; por orden del rey.
Fouquet recobró toda su serenidad para interrogar a Aramis con la mirada.
––Dad las gracias al señor obispo de Vannes ––prosiguió D'Artagnan; ––pues a él y a nadie más que a él debéis el cambio del rey.
Aramis se volvió hacia Fouquet, que no estaba menos pasmado que el mosquetero y le dijo:
––Monseñor, el rey me ha encargado que os diga que su amistad para con vos es hoy más firme que nunca, y que la hermosa fiesta que le habéis dado y con tanta generosidad ofrecido, le ha dejado hondamente satisfecho.
Y Aramis saludó a Fouquet tan ceremoniosamente, que éste, incapaz de comprender una diplomacia tan sutil, quedó sin voz, sin idea, sin movimiento.
Herblay se volvió hacia el mosquetero, y le dijo con voz meliflua:
––Amigo mío, ¿verdad que no olvidaréis la orden del rey concerniente a las prohibiciones que tiene hechas para cuando se levante?
Estas palabras eran tan claras que D'Artagnan se dio por entendido. Así, pues, saludó a Fouquet y luego a Aramis con respeto algo irónico, y salió.
Entonces el superintendente se abalanzó a la puerta para cerrarla, y salió.
––Mi querido Herblay, creo que ha llegado la hora de que me expliquéis lo que pasa, porque en verdad no entiendo nada.
––Todo vais a saberlo ––repuso Aramis sentándose y haciendo sentar a Fouquet.
––¿Por dónde hay que principiar?
––Por esto. ¿Por qué ha mandado el rey que me pongan en libertad?
––Mejor hubierais hecho preguntándome por qué os hizo arrestar.
––Desde que lo efectuaron he tenido tiempo de reflexionarlo, y casi juraría que los celos han influido algo. Mi fiesta ha contrariado a Colbert, y Colbert ha hallado contra mí algún plan, el de Belle-Isle, pongamos por caso.
––No, todavía no hemos llegado a eso.
––¿Por qué?
––¿Os acordáis de aquellos resguardos de trece millones que os hizo robar Mazarino?
––Sí, ¿y qué?
––Que por este lado ya os declaran ladrón.
––¡Válgame Dios!
––No todo para aquí. ¿Recordáis la carta que escribisteis a La Valiére?
––¡Ay! es verdad.
––Pues sois traidor y sobornador.
––¿Por qué me ha perdonado pues, el rey?
––Todavía no hemos llegado a ese punto de nuestra argumentación. Lo que yo quiero es que ante todo quedéis bien impuesto de vuestra situación. El rey sabe que sois malversador de caudales del Estado... ¡Qué diantre!, ya sé yo que no habéis malversado un ardite; pero sea lo que fuere, Su Majestad no ha visto los resguardos, y, por lo tanto, no puede menos de teneros por criminal.
––Con todo eso, no veo...
––Ya veréis. Además, como el rey ha leído la carta que dirigisteis a La Valiére, no puede caberle duda alguna respecto de vuestros propósitos para con aquélla, ¿no es así?
––Sí; pero acabad de una vez.
––A eso voy. El rey es, pues, para vos un enemigo capital, implacable, eterno.
––De acuerdo. Pero ¿soy por ventura tan poderoso para que, pese al odio que me profesa y a los pretextos que mi debilidad o mi desgracia le proporcionan contra mí, no se haya atrevido a consumar mi perdición?
––Queda demostrado, ––prosiguió Aramis con indiferencia, –– que no hay reconciliación posible entre vos y el monarca.
––Pero me perdona.
––¿Lo creéis así? ––preguntó el obispo fijando una mirada escrutadora en su interlocutor.
––Puedo no creer en la sinceridad del corazón, pero sí en la verdad del caso, ––replicó Fouquet. Y al ver que Aramis encogía ligeramente los hombros, añadió: ––Entonces ¿por qué os ha encargado Luis XIV que me dijerais lo que me habéis dicho?
––El rey no me ha encargado de nada para vos.
––¡De nada! ––exclamó el superintendente en el colmo de la estupefacción. ––Pues ¿y la orden?...
––¡Ah! es verdad, ––repuso Aramis con acento tan singular, que Fouquet no pudo menos de estremecerse.
––Vos me ocultáis algo, Herblay. ¿Acaso el rey me destierra?
––Adivinado.
––Me asustáis.
––Señal que no habéis adivinado.
––¿Qué os ha dicho el rey? En nombre de nuestra amistad no me lo ocultéis.
––Nada.
––Vais a hacer que me muera de impaciencia, Herblay. ¿Continúo siendo superintendente?
––Mientras queráis.
––Pero ¿qué singular imperio habéis adquirido de repente en el ánimo de Su Majestad?
––Ya lo veis.
––Le hacéis obrar a vuestro antojo.
––Tal creo.
––Es inverosímil.
––Así dirán.
––Herblay, en nombre de nuestra alianza, de nuestra amistad y de cuanto más querido os sea en el mundo, decidme sin rodeos lo que hay. ¿A qué debéis el haberos impuesto de tal manera en el ánimo del rey? Me consta que no os veía con buenos ojos. Ahora me querrá.
––¿Habéis tenido algún negocio particular con él?
––Sí.
––¿Un secreto, tal vez?
––Sí.
––¿Tal que pueda haber impreso un nuevo rumbo a las miras de Su Majestad?
––Realmente sois un hombre superior. Habéis adivinado. En efecto, he descubierto un secreto capaz de modificar las miras del rey de Francia.
––¡Ah! ––repuso Fouquet con la reserva del hombre cortés que no quiere interrogar.
––Vais a juzgarlo, ––continuó Aramis, ––y a decirme si me engaño respecto de la importancia de tal secreto.
––Pues me hacéis la gran merced de abrirme vuestro corazón, os escucho; pero conste que no he cometido la indiscreción de interrogaros.
Aramis se recogió un momento. Después miró profundamente a Fouquet que estaba mudo, admirado, confundido y con grave acento le contó la historia del desgraciado Felipe.
––¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué extraña aventura! ––dijo al fin Fouquet.
––Todavía no hemos llegado al fin. Paciencia, amigo mío.
––La tendré.
––Dios envió al oprimido un vengador, o, si lo preferís, un apoyo. Sucedió, pues, que el soberano reinante... Opináis como yo, ¿no es verdad? Prosigo, pues Dios permitió que el usurpador tuviese por primer ministro un hombre de talento y de gran corazón y sobre esto, animoso.
––Está bien, está bien ––dijo Fouquet. ––Comprendo, habéis contado conmigo para que os ayude a reparar la injusticia de que ha sido víctima el pobre hermano de Luis XIV. Habéis hecho bien; os ayudaré. Gracias, Herblay, gracias.
––Nada de eso, pero... si no me dejáis concluir, ––exclamó Aramis con impasibilidad.
––Me callo.
––Decía, pues, que el soberano reinante cobró aversión a su ministro, el señor Fouquet, el cual se veía amenazado en su fortuna, en su libertad y quizá también en su vida, por la intriga y el odio, a los que prestó oído el rey. Pero Dios permitió, asimismo, para la salvación del príncipe sacrificado, que el señor Fouquet tuviese a su vez un amigo devoto, conocedor del secreto de Estado, y con aliento bastante para publicar aquel secreto después de haberlo tenido para aguardarle por espacio de veinte años en su corazón.
––No digáis más, ––repuso Fouquet ardiendo en ideas generosas; ––os comprendo y lo adivino todo. Al saber que yo estaba arrestado, os habéis abocado con el rey, al ver que vuestras súplicas no le ablandaban. le habéis amenazado con revelar el secreto, y Luis XIV, asustado, ha concedido al terror lo que había negado a vuestra generosa intercesión. Comprendo, comprendo, vos tenéis en el puño al rey; comprendo.
––Ni pizca, ––replicó Aramis. A fe, no valía la pena de que me interrumpierais otra vez. Además, y con perdón sea dicho, descuidáis demasiado la lógica y no hacéis el uso debido de vuestra memoria.
––¿Por qué?
––¿En qué he basado yo el principio de nuestra conversación?
––En el odio que me profesa Su Majestad, odio invencible, pero ¿qué odio es capaz de resistir a la amenaza de tal revelación?
––Aquí es donde falsea vuestra lógica. ¡Cómo! ¿vos creéis que de haber hecho yo tal revelación, estaría vivo en esta hora?
––Apenas hace diez minutos que os habéis separado del rey.
––¿Y qué? no hubiera tenido tiempo de hacerme matar; pero sí el suficiente para hacerme amordazar y sepultar en una mazmorra. Vaya, más firme en el raciocinio, ¡voto a mil bombas!
Por tal exclamación del mosquetero, resbalón de un hombre que siempre caminaba con pies de plomo, Fouquet pudo comprender a qué grado de exaltación había llegado el sereno y reservado obispo de Vannes.
––Además, ––continuó éste último después de haberse calmado, ––¿sería yo quien soy, un amigo verdadero, si a vos a quien ya el rey os odia, os expusiera a ser juguete de una pasión todavía terrible de aquél? Que le hubierais robado la hacienda y galanteado a su concubina, ¡pase! Pero tener en vuestras manos su corona y su honra, primero os arrancaría el corazón con sus propias uñas.
––¿Luego no le habéis dejado entrever el secreto?
––Antes me hubiera tragado todos los venenos que Mitrídates se bebió en el espacio de veinte años para ver si de esta suerte conseguía no morirse.
––¿Qué habéis hecho pues?
––Ahí está el quid, monseñor. Paréceme que voy a despertar vuestra curiosidad. ¿Continuáis prestándome oído atento?
––¡Pues no he de escucharos! Decid.
Aramis dio una vuelta alrededor del aposento para cerciorarse de que nadie podía escuchar, y luego se volvió a sentar junto al sillón en el cual Fouquet aguardaba con profunda ansiedad sus revelaciones.
––Había olvidado haceros sabedor de una particularidad notable referente a los mellizos de que estamos hablando, ––repuso Aramis, ––y es que Dios los ha criado tan semejantes entre sí, que únicamente él, si les citara ante el tribunal, los podría distinguir uno de otro. Ana de Austria, con ser madre de ellos, no lo conseguiría.
––¡Es imposible! ––exclamó Fouquet.
––Nobleza de facciones, andar, estatura, voz, todo en ellos es igual.
––Pero ¿y el pensamiento, la inteligencia, la ciencia de la vida?
––En esto hay desigualdad, monseñor. El preso de la Bastilla es incontestablemente superior a su hermano, y si la pobre víctima pasase de la prisión al trono, tal vez desde su origen Francia no habría tenido un soberano más grande en cuanto a la inteligencia y a la nobleza de carácter.
Fouquet bajó la frente bajo el peso de aquel secreto terrible.
––También hay desigualdad para vos entre los dos gemelos hijos de Luis XIII, ––repuso Aramis acercándose al superintendente y prosiguiendo su obra de tentación; ––y la desigualdad, en este punto, está en que el último nacido no conoce a Colbert.
Fouquet se levantó con las facciones pálidas y alteradas. La saeta había dado en el blanco, pero no en el corazón, sino en el alma.
––Ya, ––dijo el superintendente, ––me proponéis una conspiración.
––Casi, casi.
––Una tentativa de esas que cambian la faz de los imperios, como me habéis dicho al principio de esta conversación.
––Pero, ––replicó Fouquet después de penoso silencio, ––vos no habéis reflexionado que esta revolución política es para trastornar a todo el reino, y que para arrancar de cuajo el árbol de infinitas raíces a que llaman un rey y sustituirlo por otro, nunca estará la tierra lo suficientemente apelmazada para que el nuevo soberano quede al abrigo del viento de la borrasca pasada y de las oscilaciones de su propio cuerpo.
Aramis volvió a sonreírse.
––Tened en cuenta ––continuó Fouquet enardeciéndose con la eficacia del talento que concibe un proyecto y lo madura en pocos segundos, y con la amplitud de miras del que prevé todas las consecuencias y abarca todos los resultados; ––tened en cuenta que debemos convocar a la nobleza, al clero y al estado llano; destruir al príncipe reinante, turbar con un escándalo inaudito la tumba de Luis XIII, perder la vida y la honra de Ana de Austria, y la vida y la paz de María Teresa, y que hecho esto, si lo conseguimos...
––Por mí fe que no os comprendo, ––replicó Aramis con indiferencia. ––De cuantas palabras acabáis de verter no aprovecha ni una.
––¡Cómo! ––exclamó con admiración el superintendente, ––¿un hombre como vos no discute en el terreno de la práctica? ¿Os limitáis a la alegría pueril de una ilusión política? ¿Prescindís de las alternativas de la ejecución, es decir, de la realidad?
––Amigo mío, ––replicó Aramis dando un acento de familiaridad desdeñosa al calificativo, ––¿qué hace Dios para sustituir a un rey por otro?
––¡Dios! ––prorrumpió Fouquet, ––Dios delega a su agente, que toma al condenado, se lo lleva y hace sentar al triunfador en el trono vacío.
––Pero olvidáis que aquel agente es la muerte...
––¡Oh Dios! ¿acaso alentaríais la intención?...
––Nada de eso, monseñor. Vais más allá del fin. ¿Quién os habla de matar a Luis XIV? ¿quién de seguir el ejemplo de Dios en la estricta práctica de sus obras? No. Lo que yo quise deciros es que Dios hace las cosas sin trastorno, sin escándalo, sin esfuerzos, y que los hombres inspirados por Dios triunfan como él en cuanto emprenden, intentan y hacen.
––¿Qué queréis decir?
––Quiero decir, amigo mío, ––prosiguió Aramis, ––que si ha habido trastorno, escándalo, y aún esfuerzo en la sustitución del rey por el preso, os reto á que me lo probéis.
––¿Cómo? ––exclamó Fouquet, más blanco que el pañuelo con que se enjugaba las sienes. ––¿Qué decís?...
––Entrad en el dormitorio del rey, ––continuó Aramis con pasmosa tranquilidad, ––y no obstante estar vos en autos, os reto a que advirtáis que el preso de la Bastilla está acostado en la cama de su hermano.
––Pero ¿y el rey? ––preguntó Fouquet sobrecogido de horror al oír tal nueva.
––¿Qué rey? ––dijo Aramis con voz suave, ––¿el que os odia o el que os quiere?
––El rey... de ayer.
––Tranquilizaos; ha ido a tomar en la Bastilla el puesto que por espacio de demasiado tiempo ha ocupado su víctima. ––¡Dios de Dios! ¿Y quién le ha llevado a la Bastilla?
––Yo.
––¡Vos!
––Sí, y del modo más sencillo. Esta noche le he secuestrado, y mientras él bajaba a la obscuridad, el otro subía a la luz. Paréceme que eso no ha levantado el más leve ruido. Un relámpago sin trueno no despierta a nadie.
Fouquet lanzó un grito sordo, como si un ser invisible hubiese descargado sobre él un golpe terrible, y, tomándose la cabeza con las crispadas manos, murmuró:
––¿Vos habéis hecho eso?
––Con bastante destreza. ¿Qué? ¿no lo creéis?
––¿Vos habéis destronado al rey y reducido a prisión?
––Sí.
––¿Y la acción se ha consumado aquí, en Vaux?
––Sí, en la cámara de Morfeo. No parece sino que la construyeron en previsión de semejante acto.
––¿Y cuándo ha pasado eso?
––Esta noche.
––¡Esta noche!
––Entre doce y una.
––¡En Vaux! ¡en mi casa! ––prorrumpió Fouquet con voz atragantada.
––Sí, en vuestra casa, que bien vuestra es desde que Colbert no puede hacer que os la roben.
––¡Conque ha sido en mi casa donde se ha cometido tamaño crimen!
––¡Crimen! ––repuso Aramis con estupefacción.
––¡Crimen abominable! ––prosiguió Fouquet exaltándose por momentos, ––¡crimen más execrable que un asesinato! ¡crimen que para siempre deshonra mi nombre y me libra al horror de la posteridad!
––Estáis delirando, caballero, ––replicó el obispo con voz no muy firme. ––Cuidado con levantar tanto la voz.
––La levantaré de tal suerte, que me oirá el universo entero.
––Señor Fouquet, ved lo que hacéis.
––Sí, ––exclamó el superintendente volviéndose hacia el prelado y mirándole cara a cara, ––al cometer esa traición, ese crimen contra mi huésped, contra aquel que descansaba tranquilamente bajo mi techo, me habéis deshonrado. ¡Ay de mí!
––¡Ay de aquel que bajo vuestro techo meditaba la ruina de vuestra fortuna y de vuestra vida! ¿Olvidáis eso?
––¡Era mi huésped, era mi rey!
––¿Estoy con un insensato? ––repuso Aramis levantándose, con los ojos sanguinolentos y la boca convulsiva.
––No, sino con un hombre honrado.
––¡Loco!
––Con un hombre que os impedirá que consuméis vuestro crimen.
––¡Loco!
––Con un hombre que prefiere mataros y morir a que consuméis su deshonor.
Y Fouquet se abalanzó a su espada puesta por D'Artagnan a la cabecera de la cama, y la blandió con resolución.
Aramis arrugó el ceño, y se metió la diestra en la pechera como buscando un arma. Aquel ademán no pasó inadvertido a Fouquet, que noble y soberbio en su magnanimidad, arrojó lejos de sí su espada, que fue a parar al pasillo de la cama, y se acercó a Herblay hasta tocarle el hombro con su desarmada mano.
––Caballero, ––dijo el superintendente, ––me sería grato morirme en este instante para no sobrevivir a mi oprobio; si todavía sentís por mí alguna amistad, por favor, quitadme la vida. Aramis permaneció silencioso e inmóvil.
––¿No me respondéis?
Herblay levantó pausadamente la cabeza, y por sus pupilas cruzó un nuevo rayo de esperanza.
––Reflexionad en lo que nos espera, monseñor, ––dijo el prelado. ––Queda satisfecha la justicia, el rey vive aún, y su prisión os salva la vida.
––Podéis haber obrado en mi provecho ––repuso Fouquet, –– pero no acepto vuestro servicio. Sin embargo, no quiero causar vuestra perdición. Salid inmediatamente de esta casa.
Aramis apagó el rayo que emanaba de su quebrantado corazón.
––Soy hospitalario para todos, ––continuó Fouquet con inefable majestad; ––tan seguro estáis vos de no veros sacrificado, como aquel de quien habíais consumado la perdición.
––Lo seréis vos, ––replicó Herblay con voz sorda y profética; ––lo seréis vos, lo seréis vos.
––Acepto el augurio, señor de Herblay; pero nada me detendrá. Vais a salir de Vaux, de Francia; os concedo cuatro horas para que os pongáis a cubierto de la persecución del rey.
––¿Cuatro horas? ––dijo Aramis con voz de zumba y de incredulidad.
––Sí; dentro del plazo que os fijo nadie os perseguirá. Luego llevaréis cuatro horas de delantera a cuantos el rey envíe a vuestro alcance.
––¡Cuatro horas! ––repitió Aramis sonrojándose.
––Son más que las que se necesitan para embarcaros y llegar a Belle-Isle, que os doy por refugio.
––¡Ah! ––murmuró el prelado.
––Belle-Isle es mía para vos, como Vaux es mío para el rey. Marchaos, Herblay, y tened por seguro que mientras yo aliente, no tocarán en uno de vuestros cabellos.
––Gracias, ––dijo Aramis con terrible ironía.
––Marchaos, pues, y dadme la mano para que ambos corramos, vos, a la salvación de vuestra vida, yo, a la salvación del rey. Aramis sacó de su seno la mano que en él escondió. Estaba teñida en su sangre, arrancada de su pecho con sus uñas, como para castigar a la carne por haber dado vida a tantos proyectos, más vanos, más insensatos, más perecederos que la vida del hombre.
Fouquet sintió horror y compasión, y tendió los brazos a Herblay.
––No traía armas, ––dijo éste, huraño y terrible como el espectro de Dido.
Y sin tocar la mano de Fouquet, desvió la mirada y retrocedió dos pasos.
Las últimas palabras del prelado fueron una imprecación; su último ademán un anatema escrito por su enrojecida mano, con la que salpicó con algunas gotas de sangre el rostro del superintendente.
Después, ambos se abalanzaron fuera del aposento por la escalera secreta que conducía a los patios interiores.
Fouquet ordenó que engancharan sus mejores caballos; Aramis se detuvo al pie de la escalera que conducía al cuarto de Porthos.
Mientras la carroza de Fouquet salía del patio principal a galope tendido, Herblay decía entre sí:
––¿Partiré solo? ¿avisaré al príncipe?... ¡Oh rabia!... Si aviso al príncipe, ¿qué hago?... Partir con él ... arrastrar conmigo y a todas partes ese testimonio acusador... La guerra... la guerra civil, implacable... Sin recursos ¡ay!... ¡Imposible!... ¿Qué va a hacer sin mí?... ¡Ah! sin mí va a derrumbarse como yo... ¿Quién sabe?... ¡Cúmplase su destino!... ¿No estaba condenado? pues continúe siéndolo... ¡Dios!... ¡Demonio!... sombrío y mofador poder a que llaman ingenio del hombre, no eres más que un soplo incierto, más inútil que el viento en la montaña, te nombras acaso, y no eres nada, lo abrasas todo con tu aliento, levantas las peñas, y aún la montaña, y de improviso te desmenuzas ante la cruz de madera tras la cual vive otro poder invisible... que tal vez tú negabas, y que se venga de ti, y te reduce a polvo sin designarse siquiera decirte cómo se llama... ¡Perdido!... ¡Estoy perdido!... ¿Qué hacer?... ¿Iré a Belle-Isle? ... Sí... ¡Y Porthos, que va a quedarse aquí, y a hablar, y a contárselo todo a todos! ¡Porthos, que tal vez va a padecer!... No, yo no quiero que Porthos padezca. Es uno de mis miembros; su dolor es mi dolor... Porthos partirá conmigo, seguirá mi destino, fuerza es que lo siga.
Y temeroso de encontrar a alguien a quien su precipitación pudiera parecer sospechosa, Aramis subió la escalera sin ser visto.
Porthos apenas regresado de París, dormía ya el sueño del justo. Su gigantesco cuerpo olvidaba la fatiga, así como su cerebro el pensamiento.
Aramis entró ligero como un espectro, apoyó su nerviosa mano en el hombro del gigante, y dijo en voz alta:
––Porthos, levantaos.
Porthos se levantó y abrió los ojos antes de haber abierto su inteligencia.
––¡Partimos, ––dijo Aramis.
––¡Ah! ––exclamó el gigante.
––A caballo y más veloces que nunca.
––¡Ah! ––replicó Porthos.
––Vestíos.
Aramis ayudó a su amigo a vestirse, y le metió en el bolsillo su dinero y sus diamantes.
En esto un ligero ruido llamó la atención de Herblay, y al volverse y al ver a D'Artagnan en el vano de la puerta, se estremeció.
––¿Qué diablos estáis haciendo ahí tan conmovido? ––preguntó el mosquetero.
––¡Chitón! ––dijo el gigante.
––Partimos en comisión, ––añadió el obispo.
––¡Qué dichosos sois! ––repuso D'Artagnan.
––¡Valiente dicha! ––dijo Porthos. ––Me estoy cayendo de fatiga, y en verdad preferiría dormir; pero el servicio del rey...
––¿Habéis visto al señor Fouquet? ––preguntó Aramis al gascón.
––Sí, hace poco, en su carroza.
––¿Qué os ha dicho? Adiós.
––¿Nada más?
––¿Qué más queríais que me dijese?
––Escuchad, ––dijo Aramis abrazando al mosquetero, ––vuelve a brillar el sol para vos: en adelante no tendréis que envidiar a nadie.
––¡Bah!
––Os predigo para hoy un acontecimiento que mejorará en tercio y quinto vuestro estado.
––¿De veras?
––Ya sabéis que yo estoy al corriente de noticias.
––Sí, sé.
––Porthos, ¿estáis?
––Partamos, ––exclamó el gigante.
––Y abracemos a D'Artagnan, ––añadió Aramis.
––Con toda el alma ¿Y los caballos?
––No faltan aquí, ––repuso el gascón. ––¿Queréis el mío?
––Gracias, Porthos tiene su caballeriza. Adiós D'Artagnan.
Los dos fugitivos subieron sobre sendos caballos y en presen cia del capitán de mosqueteros, que tuvo el estribo a Prothos y acompañó a sus amigos con la mirada hasta que los hubo perdido de vista.
––En otro tiempo, ––murmuró D'Artagnan, ––hubiera dicho que esos hombres huían; pero en la actualidad está tan cambiada la política, que a eso le llaman ir en comisión. En buena hora sea. Vamos a nuestros quehaceres.
Y el gascón entró filosóficamente en su alojamiento.

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