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El Hombre de la Máscara de Hierro 15

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:55:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

15

LA HABITACIÓN DE MORFEO


Después de la cena, D'Artagnan fue a visitar a Aramis, con el fin de saber lo que sospechaba; pero en vano. Fue franco: pero Aramis, a pesar de los terribles cargos que le suponía, amistosamente, siempre, el mosquetero no cedió un ápice y hasta llegó a decir:
––¡Si yo tengo la idea de tocar para nada al hijo de Ana de Austria, al verdadero rey de Francia: si no estoy pronto a besar sus pies; si mañana no es el día más glorioso de mi rey ¡que me parta un rayo!
D'Artagnan, tranquilo y satisfecho, dejó a Aramis, el cual cerró la puerta de su habitación echó los cerrojos cerró herméticamente las ventanas y llamó:
––¡Monseñor! ¡monseñor!
Felipe abrió una puerta corredera, situada detrás de la cama, y apareció diciendo:
––Por lo que se ve, el señor de D'Artagnan es un costal de sospechas.
––¡Ah! ¿lo habéis conocido?
––Antes que lo hubieseis nombrado.
––Es vuestro capitán de mosqueteros.
––Me es muy devoto ––replicó Felipe dando mayor fuerza al pronombre personal.
––Es fiel como un perro, y algunas veces muerde. Si D'Artagnan no os conoce antes que “el otro” haya desaparecido, contad con él para siempre, porque será señal de que nada habrá visto; y si ve demasiado tarde, como el gascón, nunca en su vida confesará que se haya engañado.
––Tal supuse. Y ahora ¿qué hacemos?
––Vais a atisbar desde el observatorio cómo se acuesta el rey, digo como os acostáis vos con el ceremonial ordinario.
––Muy bien. ¿dónde me pongo?
––Sentaos en esa silla de tijera. Voy a hacer correr el suelo para que podáis mirar al través de la abertura, que corresponde a las ventanas falsas abiertas en la cúpula del dormitorio del rey. ¿Qué veis?
––Veo al rey ––contestó Felipe estremeciéndose como al aspecto de un enemigo.
––¿Qué hace?
––Invita a un hombre a que se siente junto a él.
––Ya, el señor Fouquet.
––No; aguardad...
––Recurrid a las notas y a los retratos, monseñor.
––El hombre a quien el rey invita a sentarse, es Colbert.
––¿Colbert sentarse delante del rey? ––exclamó Aramis.
––No puede ser.
––Mirad.
––Es cierto ––repuso Herblay mirando al través de la abertura del suelo. ––¿Qué vamos a oír y qué va a resultar de esa intimidad?
––Indudablemente nada bueno para el señor Fouquet.
El príncipe no se engañó. Dijimos que Luis XIV mandó llamar a Colbert; éste se presentó entablando conversación íntima con Su Majestad por uno de los más insignes favores que aquél concedía. Verdad es que el rey estaba a solas con su vasallo.
––Sentaos ––dijo a Colbert el monarca.
El intendente, henchido de gozo, tanto más cuanto temía verse despedido, rehusó aquella honra insigne.
––¿Acepta? ––preguntó Aramis.
––No, se queda en pie.
––Escuchemos.
El futuro rey y el futuro papa escucharon con avidez a aquellos simples mortales a quienes tenían bajo sus plantas y a los cuales pudieran haber reducido a polvo con sólo quererlo.
––Hoy me habéis contrariado grandemente, Colbert ––dijo Luis XIV.
––Ya lo sabía, Sire ––contestó el intendente.
––Me gusta la respuesta. ¿Lo sabíais y lo habéis hecho? Eso prueba un ánimo especial.
––Si corría el riesgo de contrariar a Vuestras Majestad, también lo corría de ocultarle su verdadero interés.
––¿Por ventura temíais algo contra mí?
––Aunque no fuese sino para una indigestión, Sire ––dijo Colbert; ––porque no da un súbdito festines tales a su rey más que para sofocarlo bajo el peso de los manjares suculentos.
Lanzado que hubo su vulgarísima chanza, el intendente aguardó con faz risueña el efecto de ella.
Luis XIV, el hombre más vano y delicado de su reino, perdonó aquella nueva tontada a Colbert.
––La verdad es ––repuso el monarca, ––que el señor Fouquet me ha dado una cena más que buena. Pero ¿de dónde sacará ese hombre el dinero necesario para subvenir a tan enormes gastos? ¿Lo sabéis vos, Colbert?
––Sí, Sire.
––Probádmelo.
––Fácilmente, hasta lo último.
––Ya sé que contáis con exactitud.
––Es la cualidad mejor que puede exigirse a un intendente de hacienda.
––No todos la poseen.
––Gracias, Sire, por un elogio tan lisonjero para mí en vuestra boca.
––El señor Fouquet está rico, riquísimo y eso todo el mundo lo sabe.
––Vivos y muertos.
––¿Qué queréis decir?
––Los vivos ven la riqueza del señor Fouquet, y admiran el resultado, y aplauden; pero los muertos, conocen las causas, y acusan.
––¿A qué causas debe, pues, el señor Fouquet su fortuna?
––Con frecuencia el oficio de intendente favorece al que lo ejerce.
––Conozco que tenéis que hablarme más confidencialmente; nadas temáis, estamos solos.
––Bajo la égica de mi conciencia y la protección del rey, Sire, nunca temo ––dijo Colbert inclinándose.
––¿Conque los muertos hablan?
––A veces, Leed, Sire.
––¡Ah! ––dijo Aramis al oído del príncipe, que escuchaba sin perder sílaba; ––pues estáis aquí para aprender vuestro oficio de rey, monseñor, escuchad una infamia real. Vais a asistir a una de tantas escenas que Dios, o más bien el diablo, concibe y ejecuta. Escuchad atentamente y os aprovechará.
El príncipe redobló la atención, y vio como Luis XIV tomaba de las manos de Colbert una carta.
––¡Letra del difunto cardenal! ––exclamó el rey.
––Feliz memoria la de Vuestra Majestad ––dijo el intendente; ––conocer en seguida qué mano ha escrito un documento, es una aptitud maravillosa para un rey destinado al trabajo.
Luis XIV leyó una carta de Mazarino, y como el lector ya la conoce desde el rompimiento entre la Chevreuse y Aramis, dejamos de citarla aquí.
––No comprendo bien ––dijo el monarca hondamente interesado en aquel asunto.
––Vuestra Majestad no tiene todavía la práctica de los empleados de la intendencia.
––Veo que se trata de dinero entregado al señor Fouquet.
––Trece millones nada menos.
––¿Y esos trece millones faltan en el total de las cuentas? Repito que no lo comprendo bien. ¿cómo puede ser que resulte ese déficit?
––Yo no digo que pueda o no pueda resultar, lo que digo es que resulta.
––¿Y la carta de Mazarino indicas el empleo de aquel dinero y el nombre del depositario?
––De ello puede convencerse Vuestra Majestad.
––Con efecto, de ella se deduce que el señor Fouquet aun no ha devuelto los trece millones.
––Así resulta de las cuentas, Sire.
––¿Qué inferís de todo eso?
––Que no habiendo el señor Fouquet devuelto los trece millones, se los ha metido en el bolsillo. Ahora bien, con trece millones puede hacerse un gasto cuatro veces mayor del que Vuestra Majestad no pudo hacer en Fontainebleau. donde, si Vuestra Majestad no lo ha olvidado, sólo gastamos tres millones.
Para un torpe, no dejaba de ser una sagaz perversidad el invocar el recuerdo de la fiesta en la cual el rey, gracias a una insinuación de fouquet, notó por vez primera su inferioridad. Colbert devolvía en Vaux la pelota que en Fontainebleau le lanzara Fouquet, y, como buen hacendista, con todos los intereses. Predispuesto ya de tal suerte el rey, a Colbert le quedaba poco que hacer, y así lo conoció al ver el gesto sombrío de Luis.
El intendente aguardó a que Su Majestad hablara, con tanta impaciencia como Felipe y Aramis desde lo alto de su observatorio.
––¿Sabéis qué resulta de todo eso, señor Colbert? ––preguntó el rey tras un instante de meditación.
––No. Sire.
––Pues resulta que si quedase comprobadas la apropiación de los trece millones...
––Lo está.
––Quiero decir si se hiciese pública.
––Mañana lo sabría todo el mundo si Vuestra Majestad...
––Si no fuese el huésped del señor Fouquet ––repuso con bastante dignidad Luis XIV.
––En todas partes el rey está en su casa. Sire, y sobre todo en las casas pagadas con su dinero.
––Paréceme ––dijo Felipe en voz baja a Aramis, ––que el arquitecto que construyó esta cúpula, previendo el uso que harían de ella, debía haberla hecho móvil para que uno pudiese desplomarla sobre la cabeza de canallas como Colbert.
––Lo mismo estaba yo pensando ––repuso Herblay. ––pero como en este instante Colbert está tan cerca del rey...
––Es verdad, esto provocaría una sucesión.
––De la que vuestro hermano menor cosecharía todo el fruto, monseñor. Pero lo mejor que podemos hacer es callar y seguir escuchando.
––Creo que no escucharemos largo espacio ––dijo el príncipe.
––¿Por qué?
––Porque yo, de ser rey, no diría una palabra más.
––¿Qué haríais?
––Esperaría a mañana para reflexionar.
Luis XIV levantó por fin los ojos, y al ver que el intendente aguardaba, mudó de conversación diciendo:
––Señor Colbert, va haciéndose tarde y quiero acostarme.
––¡Ah! ––repuso el intendente, ––creí...
––Mañana por la mañana resolveré.
––Está bien, Sire ––dijo Colbert contrariado, y retirándose a una señal del rey.
––¡Mi servidumbre! ––dijo éste.
Entrado que hubo la servidumbre en el dormitorio de Su Majestad, Aramis dijo con su habitual dulzura:
––Cuanto acaba de pasar no es sino un incidente del que mañana ya no nos acordaremos, pero el servicio de noche, la etiqueta con que suele acostarse el rey, es asunto de importancia. Mirad y aprended cómo debéis acostaros, Sire.

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