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El Hombre de la Máscara de Hierro 24

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 03:26:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

24

EL RECONOCIMIENTO DEL REY

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Fouquet y el rey iban a abalanzarse uno contra otro pero al verse se detuvieron y lanzaron un grito de horror.
––¿Venís a asesinarme? ––exclamó el rey al conocer al superintendente.
––¡El rey en semejante estado! ––exclamó el ministro. Efectivamente, nada más espantoso que el aspecto del joven príncipe en el momento en que entró Fouquet. Su traje estaba hecho jirones, y su camisa, desabrochada y reducida a pedazos, estaba empapada del sudor y la sangre que le inundaba el pecho y los desgarrados brazos.
Fosco, pálido, frenético, con los cabellos erizados, Luis XIV era la imagen viviente de la desesperación, del hambre y del miedo reunidos en una sola estatua; y tanto se conmovió y turbó el ministro al verle, que se acercó a él desolado, con los brazos abiertos y las lágrimas en los ojos.
Luis blandió sobre la cabeza de Fouquet el palo de la silla del cual hiciera tan enfurecido uso.
––¡Qué! ––dijo con voz trémula el ministro, ––¿no conocéis ya al más fiel de vuestros amigos?
––Vos, vos amigo mío? ––replicó el rey con rechinar de dientes en que resonaron el odio y la sed de inmediata venganza.
––Un servidor respetuoso ––añadió Fouquet cayendo de hinojos.
El rey tiró su arma, y el ministro se acercó a él, le besó las rodillas, le tomó cariñosamente en brazos y dijo:
––¡Oh rey! ¡oh hijo mío! ¡cuánto debéis haber padecido!
Luis, recobrado por el cambio de la situación, miróse a sí mismo, y, avergonzado del desorden de sus ropas, corrido de su locura, abochornado de la protección de que era objeto, retrocedió.
Fouquet no comprendió aquel movimiento, ni que el rey, en su orgullo, nunca le perdonaría el que hubiese sido testigo de tanta debilidad.
––Venid, Sire, estáis libre ––dijo el superintendente.
––¿Libre? ––repuso el rey. ––¡Ah! ¿me devolvéis la libertad después de haber osado poner sobre mí vuestra mano?
––Sire ––repuso Fouquet indignado, vos no decís lo que sentís; vos no creéis que en esta circunstancia sea yo culpable.
Y sucinta y calurosamente el ministro contó al monarca toda la intriga de que el lector ya conoce los detalles.
Durante el relato, Luis sufrió las más horribles angustias, y, una vez Fouquet hubo terminado, la magnitud del peligro que había corrido le conmovió todavía más que la importancia del secreto relativo a su hermano gemelo.
––Señor Fouquet ––dijo el rey, ––eso del parto doble es una mentira, y no puede ser que hayáis sido víctima de semejante impostura.
––¡Sire!
––Digo que no puede ser que se sospeche de la honra y de la virtud de mi madre. ¿Y vos, mi primer ministro, no habéis castigado ya a los criminales?
––No os ofusquéis, Sire ––repuso Fouquet. ––Reflexionadlo bien; el nacimiento de vuestro hermano...
––No tengo más que uno, el duque de Orleans, a quien conocéis como a mí mismo. Os digo que hay conspiración, empezando por el gobernador de la Bastilla.
––Sire, Sire, el gobernador de la Bastilla ha sido engañado como todo el mundo, por el parecido del príncipe.
––¿El parecido? ¡Queréis callaros!
––Con todo eso es menester que Marchiali se parezca grandemente a Vuestra Majestad para que todos se engañen ––repuso Fouquet.
––¡Locura!
––No digáis eso; Sire; el hombre que se muestra dispuesto a arrojar la mirada de vuestros ministros, de vuestra madre, de vuestra servidumbre, de vuestra familia, debe estar muy seguro del parecido.
––En efecto ––exclamó el rey. Y ese hombre ¿dónde está?
––¿Dónde sino en Vaux?
––¡En Vaux! ¿Y vos consentís que permanezca en Vaux un hombre tal?
––Sire, he creído que lo más apremiante era librar a Vuestra Majestad. Cumplido este deber, haré lo que el rey me ordene.
––Concentremos tropas en París ––dijo el monarca, después de unos instantes de reflexión.
––Ya están dadas las órdenes al efecto ––contestó Fouquet.
––¿Las habéis dado vos? ––exclamó el rey.
––Para esto sí, Sire. Antes de una hora Vuestra Majestad estará al frente de diez mil hombres.
Por toda respuesta, el rey tomó con tal efusión la mano del superintendente que se veía cuánta desconfianza había conservado hasta entonces hacia el primer ministro, a pesar de la intervención de éste.
––¿Y con los diez mil hombres ––prosiguió el rey, ––vamos a sitiar, en vuestra casa, a los rebeldes, que a estas horas deben haber ya tomado posesión de ella y tal vez atrincherándose en ella.
––Me admira de que tal sucediese.
––¿Por qué?
––Porque he desenmascarado a su jefe, el alma de la empresa, y a mi ver ha abortado el plan.
––¿Vos habéis desenmascarado al supuesto príncipe?
––No, Sire, ni siquiera lo he visto.
––¿A quien, pues, habéis desenmascarado?
––El jefe de la empresa no es el desventurado usurpador; éste sólo es un instrumento destinado por toda su vida al infortunio, lo conozco.
––¡Sin remisión!
––Es el padre Herblay, obispo de Vannes.
––¿Vuestro amigo?
––Lo fue, Sire ––replicó con nobleza el superintendente.
––Es una desgracia para vos ––dijo el rey con menos generosidad.
––Mientras estuve ignorante del crimen, Sire, tal amistad nada tenía de deshonrosa.
––Era menester preverlo.
––Si soy culpable, Sire, me pongo en las manos de Vuestra Majestad.
––No es eso lo que quise decir, señor Fouquet ––dijo el rey, disgustado de haber dado a conocer la mala disposición de su ánimo; ––lo que quise decir es que a pesar de la máscara con que el miserable Herblay se cubría el rostro, he tenido como un presentimiento de que era él. Pero al caudillo de la empresa le acompañaba un hombre de pelo en pecho, que me amenazaba con su fuerza hercúlea.
––¿Quién es?
––Debe ser su amigo el barón de Vallón, el antiguo mosquetero.
––¿El amigo de D'Artagnan y del conde de La Fere? No es para desperdiciarla esta relación entre los conspiradores y el señor de Bragelonne.
––Sire, Sire, os avanzáis en demasía. El señor conde de La Fere es el hombre más de bien que hay en Francia. Contentaos con lo que pongo en vuestras manos.
––Corriente, porque eso quiere decir que ponéis en mis manos a los culpables.
––¿Qué interpretación da Vuestra Majestad a mis palabras? –– preguntó Fouquet.
––Entiendo que vamos a llegar a Vaux con las tropas, y que no va a escapar ni uno de cuantos forman aquel nido de víboras.
––¡Qué! ¿Vuestra Majestad va a matar a los suyos? ––exclamó Fouquet.
––¡Hasta el último!
––¡Oh! ¡Sirte!
––Entendámonos, señor Fouquet ––dijo con altivez el monarca. ––Yo no vivo en un tiempo en que el asesinato sea la única y última razón de los reyes. Gracias a Dios no es así. Tengo parlamentos que juzgan en mi nombre, y patíbulos en los que ejecutan mi voluntad suprema.
––Me propaso a hacer observar a Vuestra Majestad ––replicó Fouquet palideciendo, ––que todo proceso sobre esta materia será un escándalo mortífero para la dignidad del trono. Hay que evitar a todo trance que el augusto nombre de Ana de Austria circule por los labios del pueblo, entreabiertos por una sonrisa.
––Hay que hacer justicia. señor Fouquet.
––Está bien, Sire; pero la sangre real no puede correr en el patíbulo.
––¡La sangre real! ¿y vos creéis eso? ––exclamó el rey enfurecido y dando una patada en el suelo. ––El parto doble de que me habéis hablado es pura fábula. Ahí, sobre todo, en esa fábula, es donde para mí está el crimen de Herblay, ese es el crimen que yo quiero castigar, mucho más que no la violencia y el insulto que me han inferido él y Vallón.
––¿Castigar de muerte?
––De muerte.
––Sire ––repuso con firmeza el ministro, levantando con majestad la frente, ––si os gusta, haréis decapitar a Felipe de Francia, vuestro hermano; eso os atañe a vos, Sire, y sobre el particular consultaréis a vuestra madre Ana de Austria. Lo que ordenéis estará bien ordenado. Quiero, pues, no mezclarme más en este asunto, ni siquiera para la mayor honra de vuestra corona; pero tengo que pediros una gracia, y os la pido, Sire.
––¿Cuál? ––preguntó el rey turbado por las últimas palabras del ministro.
––El perdón de los señores de Herblay y de Vallón.
––¿Mis asesinos?
––No, Sire, sino dos rebeldes.
––Comprendo que me pidáis el perdón para vuestros amigos.
––¡Mis amigos! ––exclamó Fouquet hondamente ofendido.
––Sí, vuestros amigos, pero la seguridad de mi Estado exige un ejemplar castigo de los culpables.
––No os diré, Sire, que acabo de libertaros y de salvaros la vida.
––¡Caballero!
––Ni que si el señor de Herblay hubiese tenido la intención de asesinaros, pudo haberos asesinado esta madrugada en el bosque de Senar.
––El rey se estremeció.
––Un pistoletazo en mitad del rostro de Luis XIV, desfigurado por la herida era para siempre la absolución del señor de Herblay.
Al saber el peligro evitado, el rey palideció de miedo.
––Si el señor de Herblay hubiese sido un asesino ––continuó Fouquet, ––no tenía necesidad de hacerme sabedor de su plan para conseguir sus propósitos. Desembarazado del rey legítimo, no había quien fuera capaz de reconocer al usurpador, que habría sido reconocido por Ana de Austria, pues para ello no dejaba de ser un hijo como para la conciencia del señor de Herblay era aquél un rey de la sangre de Luis XIII. Además, el conspirador contaba con la seguridad, con el secreto, con la impunidad, con sólo disparar una pistola. Sire, por vuestra salvación eterna, perdón para el señor de Herblay.
La fiel pintura de la generosidad de Aramis, en vez de enternecer al rey le humilló; porque el monarca en su indómito orgullo, no podía admitir que un hombre había tenido a su discreción la vida de un rey. Cada una de las palabras de Fouquet tenía por eficaces para obtener el perdón de sus amigos, destilaba una gota de veneno en el ya ulcerado corazón de Luis XIV, que, muy lejos de ceder, exclamó con ímpetu:
––Verdaderamente no me explico que me pidáis clemencia para hombres tales. ¿A qué pedir lo que uno puede conseguir sin solicitarlo?
––No os comprendo. Sire.
––Sin embargo, es evidente. ¿Dónde estoy?
––En la Bastilla, Sire.
––Y en un calabozo, y pasando por loco, ¿no es verdad?
––Lo es, Sire.
––Y aquí nadie conoce más que a Marchiali.
––De seguro, Sire.
––Pues dejad las cosas como están. Dejad al loco que se pudra en un calabozo de la Bastilla, y los señores de Herblay y de Vallón para nada necesitan de mi clemencia. Su nuevo rey les obedecerá.
––Vuestra Majestad me injuria, y hace mal ––replicó Fouquet con sequedad. ––Ni yo soy tan niño, ni el señor de Herblay tan inepto que no nos hayamos hecho todas esas reflexiones y si yo, como decís, hubiese querido sentar en el trono a un nuevo rey, ¿a qué haber venido a forzar las puertas de la Bastilla para arrancaros de ella? Esto cae de su peso. Vuestra Majestad tiene el juicio turbado con la cólera; de lo contrario, no ofendería sin razón a su servidor que le ha prestado el más importante servicio.
Viendo Luis XIV que se había excedido, que las puertas de la Bastilla todavía estaban cerradas para él, mientras poco a poco iban abriéndose las esclusas tras las cuales el generoso Fouquet contenía su cólera, repuso:
––No lo he dicho para humillaros. ¡Dios me libre! Lo que hay, es que os dirigís a mí para obtener un perdón, y os respondo según me dicta mi conciencia. Ahora bien, según mi conciencia, los culpables de quienes estamos hablando no son dignos de clemencia ni de perdón.
Fouquet guardó silencio.
––En esto ––prosiguió el rey, ––mi conducta es tan generosa como la vuestra en cuanto a lo que os ha traído, porque la verdad es que estoy en vuestro poder. Y aun añado que lo es más, atento que vos me imponéis condiciones de las cuales pueden pender mi libertad y mi vida, y el negarme a admitirlas, es hacer un sacrificio.
––Realmente la sinrazón está de mi parte ––repuso Fouquet; ––en la apariencia os obligaba a ser clemente; me arrepiento, Sire, y os suplico que me perdonéis.
––Lo estáis, mi querido señor Fouquet ––dijo el rey sonriéndose de modo que acabó de serenar su rostro, alterado desde la víspera, por tantos acontecimientos.
––Bueno, yo ya he obtenido mi perdón ––repuso el obstinado ministro–– ––pero ¿y los señores de Herblay y de Vallón?
––No lo obtendrán mientras yo viva ––replicó el inflexible rey. ––Hacedme la merced de no volver a decirme jamás una palabra sobre el particular.
––Seréis obedecido, Sire.
––¿Y no me guardaréis rencor por mi negativa?
––No, Sire, porque había previsto el caso.
––¿Vos habéis previsto el caso de que yo negaría el perdón a aquellos señores?
––Sí, Sire, y lo prueba el que he tomado todas mis disposiciones en consonancia con mi previsión.
––¿Qué queréis decir? ––exclamó con sorpresa el soberano. ––Por decirlo así, el señor de Herblay acaba de ponerse a mi discreción, dejándome la honra de salvar a mi rey y a mi patria. ¿Podía yo condenar a muerte al señor de Herblay? No, como tampoco exponerle a la legítima indignación de Vuestra Majestad, lo cual hubiera sido lo mismo que si yo hubiese matado por mi mano.
––¿Qué habéis hecho?
––Sire, he dado al señor de Herblay mis mejores caballos, y llevan cuatro horas de delantera a cuantos Vuestra Majestad pueda enviar en persecución de aquél.
––Está bien ––exclamó Luis: ––pero el mundo es bastante grande para que mis corredores ganen sobre vuestros caballos las cuatro horas de delantera que habéis concedido al señor de Herblay.
––Al concederle cuatro horas, Sire, sabía que le daba la vida, y la salvará.
––¿Cómo?
––Porque tras una carrera en la cual siempre llevará cuatro horas de ventaja a vuestros mosqueteros, llegará a mi castillo de Belle-Isle, donde le he dado asilo.
––Bueno ––replicó el rey; ––pero olvidáis que me donasteis Belle-Isle.
––No para hacer arrestar en ella a mis amigos.
––¡Ah! ¿os reincorporáis de Belle-Isle?
––Para eso, sí, Sire.
––Mis mosqueteros volverán a quitárosla, y en paz.
––Ni vuestros mosqueteros ni todo vuestro ejército son capaces de tomarla, Sire. Belle-Isle es inexpugnable ––dijo Fouquet con frialdad.
El rey perdió el color y lanzó un rayo por los ojos. Fouquet conoció que estaba perdido; pero como no era hombre que retrocediera ante la voz del honor, sostuvo la rencorosa mirada del rey, que devoró su rabia.
––¿Vamos a Vaux? ––preguntó Luis XIV tras una pausa de silencio.
––Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad ––contestó Fouquet haciendo una profunda reverencia; ––pero creo que Vuestra Majestad no puede prescindir de mudar de traje antes de presentarse en la corte.
––Pasaremos por el Louvre ––dijo el rey.
––Vamos.
Luis XIV y Fouquet se marcharon en presencia del despavorido Baisemeaux, que una vez más vio salir a Marchiali, y se arrancó los pocos cabellos que le quedaban.

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