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El Hombre de la Máscara de Hierro 45

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:21:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

45

EN LA GRUTA

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A pesar de la especie de adivinación que constituía la nota más saliente del carácter de Aramis, los acontecimientos, sujetos a las alternativas de todo lo que está sometido al azar, no se desenvolvieron en absoluto cual previó el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, y comprendiendo que zorro y perros habían desaparecido en las profundidades del subterráneo, fue el que primero llegó a la entrada de la gruta; pero dominado por el supersticioso terror que infunde naturalmente al hombre toda vía subterránea y obscura, se detuvo en la parte exterior y aguardó a sus compañeros.
––¿Y bien? ––preguntaron éstos al llegar jadeantes y no explicándose la inacción de Biscarrat.
––Fuerza es que zorro y jauría hayan desaparecido engullidos en ese subterráneo, pues no se oye a los perros.
––¿Por qué han dejado de ladrar, pues? ––objetó uno de los guardias.
––Es extraño ––añadió otro.
––¡Qué caramba! ––repuso otro de los guardias. ––Entremos. ¿Acaso está prohibido entrar en la gruta?
––No ––respondió Biscarrat. ––Pero está obscura como boca de lobo y puede uno descalabrarse.
––Y si no que lo digan nuestros perros ––dijo un guardia. ––De fijo se han estrellado.
––¿Qué diablos ha sido de ellos? ––se preguntaron unos y otros.
Y cada uno llamó a su respectivo perro por su nombre y lanzó su silbido favorito; pero ninguno respondió al silbido ni al llamamiento.
––Puede que sea una gruta encantada ––dijo Biscarrat. Y apeándose y adelantándose un paso hacia el subterráneo añadió: –– Veamos.
––Aguárdate: te acompaño ––repuso uno de los guardias al ver que Biscarrat iba a desaparecer en las tinieblas.
––No ––replicó Biscarrat. ––No nos arriesguemos todos a la vez. Aquí ha pasado algo extraordinario. Si dentro de diez minutos no he vuelto, entrad juntos.
––Bien, te aguardamos ––dijeron los guardias.
Y, sin apearse, formaron un círculo alrededor de la gruta.
Biscarrat entró, pues, solo; se adelantó en medio de la negrura hasta tocar con el pecho el mosquete de Porthos, y al tender la mano para saber lo que le oponía aquella resistencia, tomó el frío cañón del arma. Al mismo instante Ibo blandió su cuchillo, que iba a descargar sobre el joven con toda la fuerza de un brazo bretón, cuando el férreo puño de Porthos le detuvo a la mitad del camino.
––¡No quiero que le maten! ––exclamó Porthos con voz de trueno.
Biscarrat se encontró entre una protección y una amenaza, casi tan terrible la una como la otra.
Aunque valiente, Biscarrat lanzó una exclamación, que Aramis ahogó al punto metiendo un pañuelo en la boca de aquél. ––Señor de Biscarrat ––dijo Herblay en voz baja. ––No os queremos mal, como debéis saberlo si nos habéis conocido; pero si proferís una palabra, si exhaláis un suspiro, nos veremos forzados a mataros como hemos matado a vuestros perros.
––Sí, os conozco, señores ––contestó también con voz remisa el joven. ––Pero, ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis en este sitio? ¡Desventurados! Creía que estabais en el fuerte.
––Y vos, ¿qué condiciones habéis obtenido en nuestro favor?
––He hecho cuanto ha estado en mis manos, señores; pero...
––¿Pero qué?
––Hay orden formal, señores.
––¿De matarnos?
Biscarrat no atreviéndose a decirles que había orden de ahorcarlos, no respondió.
––Señor de Biscarrat ––dijo Aramis comprendiendo su silencio. ––Si no hubiésemos tenido en consideración vuestra juventud y nuestra antigua amistad con vuestro padre, a estas horas ya no viviríais; pero todavía podéis escaparos de aquí si nos dais palabra de no decir a vuestros compañeros nada de lo que habéis visto.
––No sólo os empeño mi palabra en cuanto a lo que me pedís, sino también os la doy de que haré todo lo posible para evitar que mis compañeros entren en esta gruta.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron desde afuera varias voces que se engolfaron cual torbellino en el subterráneo.
––Responded ––dijo Aramis.
––¡Aquí estoy! ––gritó Biscarrat.
––Podéis marcharos; descansamos en la fe de vuestra palabra ––repuso Herblay, soltando al joven, que tomó el camino de la entrada.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron más cerca las voces, al tiempo que se proyectaban en el interior de la gruta las sombras de algunas formas humanas.
Biscarrat se abalanzó al encuentro de sus amigos para detenerlos.
Aramis y Porthos escucharon con la atención de quien se juega la vida a un soplo del aire.
Biscarrat llegó a la entrada de la gruta seguido de sus amigos.
––¡Oh! ¡Oh! ––exclamó uno de ellos al llegar a la luz. ––¡Qué pálido estás!
––Verde, querrás decir ––repuso otro.
––¿Yo? ––exclamó Biscarrat esforzándose en llamar a sí todas sus fuerzas.
––La cosa es seria, señores ––dijo otro.
––Le va a dar algo. ¡Quién trae sales!
Interpelaciones y burlas se cruzaban en torno de Biscarrat, como se cruzan en el campo de batalla los proyectiles.
––¿Qué queréis que haya visto? ––dijo Biscarrat, rehaciéndose bajo aquel diluvio de interrogaciones. ––Cuando he entrado en la gruta tenía mucho calor, y en ella me ha dado frío.
––Pero ¿y los perros? ¿Los has visto?
––Es de suponer que hayan tomado otro camino ––respondió Biscarrat.
––Señores ––dijo uno de los guardias, ––en lo que pasa y en la palidez de nuestro amigo hay un misterio que Biscarrat no puede o no quiere revelar. Es indudable que Biscarrat ha visto algo en la gruta, y yo también quiero verlo, aunque sea el diablo. ¡A la gruta, señores; a la gruta!
––¡A la gruta! ––repitieron todos.
––¡Señores! ¡Señores! ––exclamó Biscarrat poniéndose delante de sus compañeros para cerrarles el paso. ––¡Por favor, no entréis!
––¿Pero qué hay en esta gruta?
––Decididamente ha visto al diablo ––repuso el que ya sentó esta hipótesis.
––Pues si lo ha visto, que no sea egoísta y deje que también lo veamos nosotros ––dijo otro. ––Vamos, échate a un lado.
––Señores ––dijo un oficial de más edad que los demás, que hasta entonces había callado y se expresó con sosiego que hacía contraste con la animación de los jóvenes. ––Señores, en esta gruta hay algo o alguien que no es el diablo, pero que ha tenido poder bastante para enmudecer a nuestros perros. Es preciso, pues, que sepamos qué es o quién es ese algo o ese alguien.
Biscarrat intentó aún detener a sus amigos; pero todo fue inútil. Sus amigos entraron en la caverna tras el oficial que había sido el último en hablar; pero fue el primero en lanzarse, espada en mano, al subterráneo para arrostrar el peligro desconocido. Biscarrat, repelido por sus amigos, y no pudiendo acompañarles, so pena de pasar a los ojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro, fue a apoyarse, con el oído atento y las manos todavía extendidas en ademán de súplica, en uno de los ásperos lados de una roca que a él le pareció expuesta al fuego de los mosqueteros. En cuanto a los guardias, iban internándose por momentos y dando voces que se debilitaban a proporción de la distancia. De repente rugió como un trueno, bajo las bóvedas, una descarga de mosquetería, dos o tres balas vinieron a aplastarse contra la roca en que Biscarrat se apoyaba, y acompañados de suspiros, aullidos e imprecaciones, reaparecieron los guardias, pálidos unos, otros ensangrentados, y todos envueltos en una nube de humo que el aire exterior parecía aspirar del fondo de la caverna.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron los fugitivos. ––¡Tú sabías que en esta caverna había una emboscada y no nos has prevenido! ¡Tú eres causa de que hayan perecido cuatro de los nuestros! ¡Ay de ti, Biscarrat!
––A lo menos dinos quién está ahí dentro ––exclamaron muchos furiosos.
––Dilo o muere ––dijo un herido incorporándose sobre una de sus rodillas y blandiendo contra su compañero una espada ya inútil.
Biscarrat se precipitó a él con el pecho descubierto; pero el herido volvió a caer para no levantarse más.
––Tenéis razón ––dijo entonces Biscarrat adelantándose hacia el interior de la caverna, fuera de sí, con los cabellos erizados y la mirada fosca. ––¡Muera yo que he dejado que asesinaran a mis compañeros! ¡Soy un cobarde!
Y arrojando lejos de sí su espada, pues quería morir sin defenderse, agachó la cabeza y se entró en el subterráneo, pero no solo, como él supuso, sino seguido de los demás; es decir, de los once que de los diez y seis quedaban. Pero no pasaron de donde los primeros: una segunda descarga tendió a los cinco en la fría arena, y como era imposible ver de dónde partía el mortífero rayo, los otros retrocedieron con espanto indescriptible.
Biscarrat, sano y salvo, se sentó en una roca y esperó.
De los diez y seis guardias no quedaban más que seis.
––¿Si de verdad será el diablo? ––dijo uno de los supervivientes.
––Peor es ––repuso otro.
––Preguntémoslo a Biscarrat; él lo sabe.
––¿Dónde está Biscarrat?
––Está muerto ––respondieron dos o tres.
––No ––replicó otro.
––Por fuerza conoce a los que están dentro.
––¿Por qué?
––¿No ha estado prisionero entre los rebeldes?
––Es verdad. Llamémosle, pues, y sepamos por su boca contra quién nos las habemos.
––Para nada necesitamos de él; nos llegan refuerzos ––dijo el otro oficial.
En efecto, llegaba una compañía de guardias compuestas de setenta y cinco a ochenta individuos, a la que en su ardor por la caza dejaron atrás sus oficiales, que ahora salieron al encuentro de sus soldados, y con elocuencia fácil de concebir les explicaron la aventura y solicitaron su ayuda.
––¿Dónde están vuestros compañeros? ––preguntó el capitán.
––Están muertos.
––¿Pero no erais diez y seis?
––Han perecido diez. Biscarrat está en la caverna, y estamos aquí los cinco restantes.
––¿Luego Biscarrat está prisionero? ––Es probable.
––No; vedle ––repuso uno de los oficiales mostrando a Biscarrat, que en aquel instante apareció en la entrada de la caverna. Y luego añadió ––Vamos allá a ver qué nos quiere, pues nos hace seña de que nos acerquemos.
––¡Vamos! ––repitieron todos adelantándose al encuentro de Biscarrat.
––Señor de Biscarrat ––dijo el capitán dirigiéndose al joven, –– me aseguran que vos conocéis a los que están en la gruta y hacen una defensa tan desesperada. Así, pues, en nombre del rey, os intimo que declaréis cuanto sepáis.
––Mi capitán ––contestó Biscarrat, ––no tenéis ya necesidad de intimarme, pues vengo en nombre de ellos.
––¿A decirme que se rinden?
––No, señor, sino a deciros que están decididos a defenderse hasta la muerte si no les conceden buenas condiciones.
––¿Cuántos son?
––Dos, ––respondió Biscarrat.
––¿Dos y quieren imponernos condiciones?
––Dos son, capitán ––repuso Biscarrat, ––y nos han matado ya diez compañeros.
––¿Qué hombres son esos, pues? ¿Por ventura son titanes?
––Más, mi capitán, más. ¿Os acordáis de la historia del bastión de San Gervasio?
––¿Donde cuatro mosqueteros del rey hicieron frente a un ejército? Sí, la recuerdo.
––Pues los que están ahí dentro son dos de ellos.
––¿Y qué interés tienen en tal defensa?
––Son los que defendían a Belle-Isle en nombre del señor Fouquet.
––¡Los mosqueteros! ¡Los mosqueteros! ––dijeron los soldados. Y al pensar que iban a luchar contra dos de las más antiguas glorias militares del ejército, aquellos valientes se estremecieron de terror a la vez que de entusiasmo.
––¿Dos hombres y han matado diez oficiales en dos descargas? ––exclamó el capitán. ––No puede ser, señor Biscarrat.
––Yo no digo que no los acompañen dos o tres hombres, como a los mosqueteros les acompañaron tres o cuatro criados en el bastión de San Gervasio; pero, creedme, mi capitán, yo he visto a esos hombres, he sido prisionero de ellos, los conozco; bastan ellos dos para destruir un cuerpo de ejército.
––Eso es lo que vamos a ver, y pronto, ––repuso el capitán.
Entonces, todos se dispusieron a obedecer; sólo Biscarrat hizo la última tentativa, diciendo en voz baja al capitán:
––Creedme, pasemos de largo. ¿Qué ganaremos combatiéndolos?
––Ganaremos la conciencia de no haber hecho retroceder a ochenta guardias del rey ante dos rebeldes. Si escuchase vuestro consejo, señor de Biscarrat, sería hombre deshonrado, y al deshonrarme, deshonraría al ejército.
El capitán se hizo describir por Biscarrat y sus compañeros el interior del subterráneo, y cuando le pareció saber bastante, dividió la compañía en tres secciones, que debían entrar sucesivamente haciendo fuego graneado en todas direcciones.
Sin duda en aquel ataque sucumbirían cinco hombres más, diez quizá; pero acabarían por apresar a los rebeldes, ya que la caverna no tenía salida, y por mucho que hicieran, dos hombres no podían acabar con ochenta.
––Reclamo el honor de ponerme al frente del primer pelotón, mi capitán ––dijo Biscarrat.
––Bien ––respondió el capitán.
––Gracias ––dijo el joven con la entereza de los de su estirpe.
––¡Qué! ¿Os vais sin espada?
––Sí, tal cual estoy, mi capitán ––dijo Biscarrat; ––porque no voy para matar, sino a que me maten.
Y poniéndose al frente del primer pelotón, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, añadió:
––¡Marchen!

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