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El Hombre de la Máscara de Hierro 06

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:12:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

06


EL PRESO


Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux dejó de ser el mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un pre lado a quien debía respeto, un amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación que acababa de trastornarle todas las ideas, Aramis fue el jefe, y él un inferior.
Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las órdenes de Aramis.
El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: “Está bien”, y con la mano una seña que significaba: “Marchad delante”.
Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.
La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de las azoteas, y el retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los pisos de las torres como para recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad.
Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo piso, Baisemeaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos.
Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.
––No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso ––dijo Aramis cerrando el paso al Baisemeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.
Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y entró; luego hizo una seña para que tras él cerraran la puerta.
Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y el llavero se alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre, dejó el farol en la mesa y miró a todas partes.
En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque más nueva, y bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya hemos hecho hablar una vez a Herblay.
Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual se echa de ver de cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la vela encendida hasta el momento que va dicho.
Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana, se veía una mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo llenos demostraban que el preso había probado apenas su última comida.
Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido en parte por los brazos.
La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía.
Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al la cama con muestras visibles de interés y de respeto.
––¿Qué quieren de mí? ––preguntó el joven levantando la cabeza.
––¿No habéis pedido un confesor?
––Sí.
––¿Porque estáis enfermo?
––Sí.
––¿De gravedad?
––Gracias ––repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras un instante de silencio, agregó: Ya os he visto otra vez.
Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al preso, aquella revelación de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía del obispo de Vannes, era poco tranquilizador en la situación del joven, pues añadió:
––Estoy mejor.
––¿Así pues?... ––preguntó Aramis.
––Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme.
––¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado en vuestro pan?
El preso se estremeció.
––¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una revelación importante? ––prosiguió Aramis.
––En este caso ya es distinto ––dijo el joven dejándose caer nuevamente sobre su almohada.
Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado al ver aquel aire de majestad sencillo y desembarazado que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre o en el corazón.
––Sentaos, caballero ––dijo el preso.
––¿Qué tal encontráis la Bastilla? ––preguntó Herblay inclinándose y después de haber obedecido.
––Muy bien.
––¿Padecéis?
––No.
––¿Deseáis algo?
––Nada
––¿Ni la libertad?
––¿A qué llamáis libertad? ––preguntó el preso con acento de quien se prepara a una lucha.
––Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la dicha de ir adonde os conduzcan vuestras nerviosas piernas de veinte años.
––Mirad ––respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa que tanto podía ser de resignación como de desdén, ––en ese vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia su encendido cáliz, y por cada pliegue de sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma, que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
––Si las flores son la libertad, ––continuó con voz triste el cautivo, ––gozo de ella, pues poseo las flores.
––Pero ¿y el aire? ––exclamó Herblay, ––¿el aire tan necesario a la vida?
––Acercaos a la ventana, ––prosiguió el preso; ––está abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire que entra por esa ventana me acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo y con el brazo en torno del barrote que me sostiene, me figuro que nado en el vacío.
––¿Y la luz? ––preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose.
––Gozo de otra mejor, ––continuó; el preso; ––gozo del sol, amigo que viene a visitarme todos los días sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por la ventana, traza en mi cuarto un grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco de las colgaduras de mi cama. Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente como si le pesara apartarse de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último rayo, he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han dicho que hay desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que nunca ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
––Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, ––continuó el joven, ––aparte el brillo y la magnitud, todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no haber encendido vos esa bujía, podíais haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba los ojos la irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma la religión del cautiverio, bajó la cabeza.
––Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas, ––prosiguió el joven con la misma tranquilidad. ––Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el día por el jardín del gobernador, por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si hace frío, lo hago al amor de la lumbre de mi chimenea. ––Y con expresión no exenta de amargura, el preso añadió: ––Creedme, caballero, los hombres han hecho por mí cuanto puede esperar y anhelar un hombre.
––Admito en cuanto a los hombres, ––replicó Aramis levantando la cabeza; ––pero creo que os olvidáis de Dios.
––En efecto, me he olvidado de Dios, ––repuso con la mayor calma el joven; ––pero ¿por qué me decís eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos?
Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación del mártir añadía la sonrisa del ateo, y dijo con acento de reproche.
––¿Por ventura no está Dios presente en todo?
––Al fin de todo, ––arguyó con firmeza el preso.
––Concedido, ––repuso Aramis: ––pero volvamos al punto de partida.
––Eso pido.
––Soy vuestro confesor.
––Ya lo sé.
––Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad.
––Estoy dispuesto a decírosla.
––Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión. ¿Qué crimen habéis cometido vos?
––Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis, ––contestó el preso.
––Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís.
––¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos?
––Porque soy vuestro confesor.
––Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen. Yo, por mi parte, sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal.
––A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, sino también porque sabe que otros los han cometido.
––Comprendo, ––repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención profunda; ––decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista, podría muy bien ser que yo fuese criminal a los ojos de los magnates. ––¡Ah! ¿conque sabéis algo? ––preguntó Aramis.
––Nada sé, ––respondió el joven; ––pero en ocasiones medito, y al meditar me digo...
––¿Que?
––Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría muchas cosas. ––¿Y qué hacéis? ––preguntó Aramis con impaciencia. ––Paro el vuelo de mi mente.
––¡Ah!
––Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo...
––¿Qué?
––No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento con lo que tengo.
––¿Teméis la muerte? ––preguntó Herblay con inquietud.
––Sí, ––respondió el preso sonriéndose.
––Pues si teméis la muerte, ––repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su interlocutor, ––es señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender.
¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla, ––replicó el cautivo, ––cuando habéis hecho que os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas revelaciones? Ya que los dos estamos cubiertos con una máscara, o continuamos ambos con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo.
––Vamos a ver, ¿sois ambicioso?
––¿Qué es ambición? ––preguntó el joven.
––Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee.
––Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme.
––Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado.
––Eso no va conmigo, ––dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al obispo de Vannes.
Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo, conocíase que éste esperaba algo más que el silencio.
––La primera vez que os vi, ––dijo Herblay hablando por fin, ––mentisteis.
––¡Que yo mentí! ––exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos ojos, que Aramis retrocedió a su pesar.
––Quiero decir, ––prosiguió Aramis, ––que me ocultasteis lo que de vuestra infancia sabíais.
Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante el primer advenedizo.
Es verdad, ––contestó Aramis inclinándose profundamente, ––perdonad; pero ¿todavía hoy soy para vos un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. Este titulo causó una ligera turbación al preso; sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen.
––No os conozco, caballero, ––repuso el joven. ––¡Ah! Sí yo me atreviera, ––dijo Herblay, ––tomaría vuestra mano y os la besaría.
El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de sus pupilas se apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa.
––¡Besar la mano de un preso! ––dijo el cautivo moviendo la cabeza; ––¿para qué?
––¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien, ––preguntó Aramis, ––que a nada aspirabais? En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco?
De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se apagó sin más consecuencias.
––¿Receláis de mí? ––preguntó el prelado.
––¿Por qué recelaría de vos?
––Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar de todos.
––Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro.
––Me hacéis desesperar, monseñor, ––exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descargando el puño sobre su sillón.
––Y yo no os comprendo.
––Haced por comprenderme.
El preso clavó la mirada en su interlocutor. En ocasiones, ––prosiguió Herblay, ––pienso que tengo ante mí al hombre a quien busco... y luego...
––El hombre ese que decís, desaparece, ¿no es verdad? ––repuso el cautivo sonriéndose.
––Más vale así.
––Decididamente nada tengo que decir a un hombre que desconfía de mí hasta el punto que vos, ––dijo Aramis levantándose.
––Y yo, ––replicó en el mismo tono el joven, ––nada tengo que decir al hombre que se empeña en no comprender que un preso debe recelar de todo.
––¿Aun de sus antiguos amigos? Es un exceso de prudencia, monseñor.
––¿De mis antiguos amigos, decís? ¡Qué! ¿vos sois uno de mis antiguos amigos?
––Vamos a ver, ––repuso Herblay,––¿por ventura ya no recordáis haber visto en otro tiempo, en la aldea donde pasasteis vuestra primera infancia...?
––¿Qué nombre tiene esa aldea? ––preguntó el preso.
––Noisy-le-Sec, monseñor, ––respondió Aramis con firmeza.
––Proseguid, ––dijo el cautivo sin que su rostro afirmase o negase.
––En definitiva, monseñor, ––repuso el obispo, ––si estáis resuelto a obrar como hasta aquí, no sigamos adelante. He venido para haceros sabedor de muchas cosas, es cierto; pero cumple por vuestra parte me demostréis que deseáis saberlas. Convenid en que antes de que yo hablase, antes de que os diese a conocer los importantes secreto de que soy depositario, debíais haberme ayudado, si no con vuestra franqueza, a lo menos con un poco de simpatía, ya que no confianza. Ahora bien, como os habéis encerrado en una supuesta ignorancia que me paraliza... ¡Oh! no, no me paraliza en el concepto que vos imagináis; porque por muy ignorante que estéis, por mucha que sea la indiferencia que finjáis, no dejáis de ser lo que sois, monseñor, y no hay poder alguno, ¿lo oís bien? no hay poder alguno capaz de hacer que no lo seáis.
––Os ofrezco escucharos con paciencia, ––replicó el preso. ––Pero me parece que me asiste el derecho de repetir la pregunta que ya os he dirigido: ¿Quién sois?
––¿Recordáis haber visto, hace quince o diez y ocho años en Noisy-le-Sec, a un caballero que venía con una dama, usualmente vestida de seda negra y con cintas rojas en los cabellos?
––Sí, ––respondió el joven, ––y recuerdo también que una vez pregunté cómo se llamaba aquél caballero, a lo cual me respondieron que era el padre Herblay. Por cierto que me admiró que el tal padre tuviese un aire tan marcial, y así lo expuse, y me dijeron que no era extraña tal circunstancia, supuesto que el padre Herblay había sido mosquetero de Luis XIII.
––Pues bien, ––dijo Aramis, ––el mosquetero de Luis XIII, el sacerdote de Noisy-le-Sec, el que después fue obispo de Vannes y es hoy vuestro confesor, soy yo.
––Lo sé, os he conocido.
––Pues bien, monseñor, si eso sabéis, debo añadir algo que ignoráis, y es que si el rey fuese sabedor de la presencia en este calabozo de aquel mosquetero, de aquel sacerdote, de aquel obispo, de vuestro confesor de hoy, esta noche, mañana a más tardar, el que todo lo ha arrostrado para llegar hasta vos, vería relucir el hacha del verdugo en un calabozo más negro y más escondido que el vuestro.
Al escuchar estas palabras dichas con firmeza, el cautivo volvió a incorporarse, fijó con avidez creciente sus ojos en los de Aramis, y, al parecer, cobró alguna confianza, pues dijo:
––Sí, lo recuerdo claramente. La mujer de quien me habéis hablado vino una vez con vos, y otras dos veces con la mujer...
––Con la mujer que venía a veros todos los meses, ––repuso Herblay al ver que el preso se interrumpía.
––Esto es.
––¿Sabéis quién era aquella dama?
––Sé que era una dama de la corte, ––respondió el cautivo dilatándosele las pupilas.
––¿La recordáis claramente?
––Respecto del particular, mis recuerdos no pueden ser confusos: vi una vez a aquella la dama acompañada de un hombre que frisaba en los cuarenta y cinco; otra vez en compañía de vos y de la dama del vestido negro y de las cintas rojas, y luego otras dos veces con esta última. Aquellas cuatro personas, mi ayo, la vieja Peronnette, mi carcelero y el gobernador, son las únicas con quienes he hablado en mi vida, y puede decirse las únicas que he visto.
––¿Luego en Noisy-le-Sec estabais preso?
––Sí aquí lo estoy, allí gozaba de libertad relativa, por más que fuese muy restringida. Mi prisión en Noisy-le-Sec la formaban una casa de la que nunca salí, y un gran huerto rodeado de altísima cerca; huerto y casa que vos conocéis, pues habéis estado en ellos. Por lo demás, acostumbrado a vivir en aquel cercado y en aquella casa, nunca deseé salir de ellos. Así pues, ya comprendéis que no habiendo visto el mundo, nada puedo desear, y que si algo me contáis, no tendréis más remedio que explicármelo.
––Tal es mi deber, y lo cumpliré, monseñor, ––dijo Aramis haciendo una inclinación con la cabeza,
––Pues empezad por decirme quién era mi ayo.
––Un caballero bondadoso y sobre todo honrado, a la vez preceptor de vuestro cuerpo y de vuestra alma. De fijo que nunca os dio ocasión de quejaros.
––Nunca, al contrario; pero como me dijo más de una vez que mis padres habían muerto, deseo saber si mintió al decírmelo o si fue veraz.
Se veía obligado a cumplir las órdenes que le habían dado.
––¿Luego mentía?
––En parte, pero no respecto de vuestro padre.
––¿Y mi madre?
––Está muerta para vos.
––Pero vive para los demás. ¿no es así?
––Sí, monseñor.
––¿Y yo estoy condenado a vivir en la oscuridad de una prisión? ––exclamó el joven mirando de hito en hito a Herblay.
––Tal creo, monseñor, ––respondió Aramis exhalando un suspiro.
––¿Y eso porque mi presencia en la sociedad revelaría un gran secreto?
––Si, monseñor.
––Para hacer encerrar en la Bastilla a un niño, como era yo cuando me trasladaron aquí, es menester que mi enemigo sea muy poderoso.
––Lo es.
––¿Más que mi madre, entonces? .
––¿Por qué me dirigís esa pregunta?
––Porque, de lo contrario, mi madre me habría defendido.
Sí, es más poderoso que vuestra madre ––respondió el prelado tras un instante de vacilación.
––Cuando de tal suerte me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y de tal manera me separaron de ellos, es señal de que ellos o yo constituíamos un peligro muy grande para mi enemigo.
––Peligro del cual vuestro enemigo se libró haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza, ––dijo Aramis con tranquilidad.
––¡Desaparecer! ––exclamó el preso. ––Pero, ¿de qué modo desaparecieron?
––Del modo más seguro, ––respondió el obispo; ––muriendo.
––¿Envenenados? ––preguntó el cautivo palideciendo ligeramente y pasándose por el rostro una mano tembloroso.
––Envenenados.
––Fuerza es que mi enemigo sea muy cruel. O que la necesídad le obligue de manera inflexible, para que aquellas dos inocentes criaturas, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día; porque mi ayo y mi nodriza nunca habían hecho mal a nadie.
––En vuestra casa la necesidad es dura, monseñor, y ella es también la que me obliga con profundo pesar mío, a decirss que vuestro ayo y vuestra nodriza fueron asesinados.
––¡Ah! ––exclamó el joven frunciendo las cejas, ––no me decís nada que yo no sospechara.
––¿Y en qué fundabais vuestras sospechas?
––Voy a decíroslo.
El joven se apoyó en los codos y aproximó su rostro al rostro de Aramis con tanta expresión de dignidad, de abnegación, y aun diremos de reto, que el obispo sintió cómo la electricidad del entusiasmo subía de su marchitado corazón y en abrasadoras chispas a su cráneo duro como el acero.
––Hablad, monseñor, ––repuso Herblay. Ya os he manifestado que expongo mi vida hablándoos, pero por poco que mi vida valga, os suplico la recibáis como rescate da la vuestra.
––Pues bien escuchad por qué sospeché que habían asesinado a mi nodriza y a mi ayo...
––A quien vos dabais título de padre.
––Es verdad, pero yo ya sabía que no lo era mío.
––¿Qué os hizo suponer?...
––Lo mismo que me da suponer que vos no sois mi amigo: el respeto excesivo.
––Yo no aliento el designio de ocultar la realidad. El joven hizo una señal con la cabeza y prosiguió:
––Es indudable que yo no estaba destinado a permanecer encerrado eternamente, y lo que así me lo da a entender, sobre todo en este instante, es el cuidado que se tomaron en hacer de mí un caballero lo más cumplido. Mi ayo me enseñó cuanto él sabía, esto es, matemáticas, nociones de geometría, astronomía esgrima y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en la esgrima en una sala de la planta baja, y montaba a caballo en el huerto. Ahora bien, una calurosa mañana de verano me dormí en la sala de armas, sin que hasta entonces el más pequeño indicio hubiese venido a instruirme o a despertar mis sospechas, a no ser el respeto del ayo. Vivía como los niños, como los pájaros y las plantas, de aire y de sol, por más que hubiese cumplido los quince.
––¿Luego hace de eso ocho años?
––Poco más o menos: se me ha olvidado ya la medida del tiempo.
––¿Qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo?
––Que el hombre debe procurar crearse en la tierra una fortuna que Dios le ha negado al nacer; que yo, pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo mismo, toda vez que no había ni habría quien se interesara por mí... Como os decía, pues, estaba yo en la sala de armas, donde, fatigado por mi lección de esgrima, me dormí. Mi ayo estaba en el piso primero, en su cuarto situado verticalmente sobre el mío. De improviso llegó al mí una exclamación apagada, como si la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto, pues mi ayo descendió precipitadamente la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi ayo abrió la puerta que ponía en comunicación el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando a Peronnette... Las ventanas de la sala de armas daban al patio, y en aquel instante tenían cerrados los postigos; pero al través de una rendija de uno de ellos, vi cómo mi ayo se acercaba a un gran pozo situado casi debajo de las ventanas de su estudio, se asomaba al brocal, miraba hacia abajo, y hacía desacompasados ademanes, al tiempo que volvía a llamar a Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no sólo podía ver, sino también oír, vi y oí.
––Hacedme la merced de continuar, monseñor, ––dijo Herblay. ––Mi ayo, al ver a mi nodriza; que acudió a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo, tiró vivamente de ella hacia el brocal, y en cuanto los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo:
“––Mirad, mirad, ¡qué desventura!
“––Sosegaos, por dios, ––repuso mi nodriza. ––¿qué pasa?
“––Aquella carta. ––exclamó mi ayo tendiendo la mano hacia el fondo del pozo, ––¿veis aquella carta?
“––Qué carta? ––preguntó mi nodriza.
“––La carta que veis nadando en el agua es la última que me ha escrito la reina.
“Al oír yo la palabra “reina”, me estremecí de los pies a la cabeza. ¡Conque, dije entre mí, el que pasa por mi padre, el que incesantemente me recomienda la modestia y la humildad, está en correspondencia con la reina!
“––¿La última carta de Su Majestad? ––dijo mi nodriza, como si no le hubiese causado emoción alguna el ver aquella carta en el fondo del pozo. ––¿Cómo ha ido al parar allí?
“––Una casualidad. señora Peronnette, ––respondió mi ayo. ––Al entrar en mi cuarto he abierto la puerta, y como también estaba abierta la ventana, se formado una corriente de aire que ha hecho volar un papel. Yo, al ver el papel, he conocido en él la carta de la reina, y me he asomado apresuradamente a la ventana lanzando un grito; el papel ha revoloteado por un instante en el aire y ha caído en el pozo.
“––Pues bien, ––objetó la nodriza, ––es lo mismo que si estuviese quemada, y como la reina cada vez que viene quema sus cartas...
“¡Cada vez que viene! murmuré, ––dijo el preso. Y fijando la mirada en Aramis, añadió: ––¿Luego aquella mujer que venía a verme todos los meses era la reina?
Aramis hizo una señal afirmativa con la cabeza.
––“Bien, sí, ––repuso mi ayo, ––pero esa carta encerraba instrucciones, y ¿como voy yo ahora a cumplirlas?
“––¡Ah! la reina no querrá creer en este incidente, ––dijo el buen sujeto moviendo la cabeza; ––pensará que me he propuesto conservar la carta para convertirla en un arma. ¡Es tan recelosa y el señor de Mazarino tan...! Ese maldito italiano es capaz de hacernos envenenar a la primera sospecha.
Aramis movió casi imperceptiblemente la cabeza y se sonrió.
––“¡Son tan suspicaces en todo lo que se refiere a Felipe! ––continuó mi ayo.
“Felipe es el nombre que me daban, ––repuso el cautivo interrumpiendo su relato. Luego prosiguió:
“––Pues no hay que titubear, ––repuso la señora Peronnette; ––es preciso que alguien baje al pozo.
“––¡Para que el que saque la carta la lea al subir! ––Hagamos que baje algún aldeano que no sepa leer así estaréis tranquilo.
“––Bueno ––dijo mi ayo; ––pero el que baje al pozo ¿no va a adivinar la importancia de un papel por el cual se arriesga la vida de un hombre? Con todo eso acabáis de inspirarme una idea, señora Peronnette; alguien va a bajar al pozo, es verdad, pero ese alguien soy yo.
“Pero al oír semejante proposición, mi nodriza empezó a llorar de tal suerte y a proferir tales lamentos; suplicó con tales instancias al anciano caballero, que éste le prometió buscar una escalera de mano bastante larga para poder bajar hasta el pozo, mientras ella se llegaba al cortijo en solicitud de un mozo decidido, al cual darían a entender que había caído, envuelta en un papel, una alhaja en el agua.
“––Y como el papel, ––añadió mi ayo, ––en el agua se desdobla, no causará extrañeza el encontrar la carta abierta.
“––Quizás ya se haya borrado, ––objetó mi nodriza.
“––Poco importa, con tal que la recuperemos. La reina, al entregársela, verá que no la hemos traicionado, y, por consiguiente, Mazarino no desconfiará, ni nosotros tendremos que temer de él.
“En tomando esta resolución, mi ayo y mi nodriza se separaron. Yo volví al cerrar el postigo, y, al ver que mi ayo se disponía a entrar de nuevo, me recosté en mis almohadones, pero zumbándome los oídos a causa de lo que acababa de oír. Pocos segundos después mi ayo entreabrió la puerta y, al verme recostado en los almohadones, volvió a cerrarla poquito al poco en la creencia de que yo estaba adormecido. Apenas cerrada la puerta, volví a levantarme, y, prestando oído atento, oí como se alejaba el rumor de las pisadas. Luego me volví a mi postigo, y vi salir a mi ayo y a mi nodriza, que me dejaron solo. Entonces, y sin tomarme siquiera la molestia de atravesar el vestíbulo, salté por la ventana, me acerqué apresuradamente al pozo, y, como mi ayo, me asomé a él y vi algo blanquecino y luminoso que temblequeaba en los trémulos círculos de la verdosa agua. Aquel brillante disco me fascinaba y me atraía; mis ojos estaban fijos, y mi respiración era jadeante; el pozo me aspiraba con su ancha boca, y su helado aliento, y me parecía leer allá en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había tocado la reina. Entonces, inconscientemente, animado por uno de esos arranques instintivos que nos empujan a las pendientes fatales, até una de las extremidades de la cuerda al hierro del pozo, dejé colgar hasta flor de agua el cubo, cuidando de no tocar el papel, que empezaba a tomar un color verdoso, prueba evidente de que iba sumergiéndose, y tomando un pedazo de lienzo mojado para no lastimarme las manos, me deslicé al abismo. Al verme suspendido encima de aquella agua sombría, y al notar que el cielo iba achicándose encima de mi cabeza, se apoderó de mí el vértigo y se me erizaron los cabellos; pero mi voluntad fue superior a mi terror y a mi malestar. Así llegué hasta el agua y, sosteniéndome con una mano, me zambullí resueltamente en ella y tomé el precioso papel, que se partió en dos entre mis dedos. Ya en mi poder la carta, la escondí en mi pechera, y ora haciendo fuerza con los pies en las paredes del pozo, era sosteniéndome con las manos, vigoroso, ágil, y sobre todo apresurado, llegué al brocal, que quedó completamente mojado con el agua que chorreaba de la parte inferior de mi cuerpo. Una vez fuera del pozo con mi botín, me fui á lo último del huerto, con la intención de refugiarme en una especie de bosquecillo que allí había, pero no bien senté la planta en mi escondrijo, sonó la campana de la puerta de entrada. Acababa de regresar mi ayo. Entonces calculé que me quedaban diez minutos antes que aquél pudiese dar conmigo, si, adivinando, dónde estaba yo, venía directamente a mí, y veinte si se tomaba la molestia de buscarme, lo cual era más que suficiente para que yo pudiese leer la preciosa carta, de la que me apresuré a juntar los fragmentos. Los caracteres empezaban a borrarse, pero a pesar de ello conseguí descifrarlos.
––¿Qué decía la carta aquella, monseñor? ––preguntó Aramis vivamente interesado.
––Lo bastante para darme a entender que mi ayo era noble, y que mi nodriza, si bien no dama de alto vuelo, era más que una sirvienta; y, por último, que mi cuna era ilustre, toda vez que la reina Ana de Austria y el primer ministro Mazarino me recomendaban de tan eficaz manera.
––¿Y qué sucedió? ––preguntó Herblay, al ver que el cautivo se callaba, por la emoción.
––Lo que sucedió fue que el obrero llamado por mi ayo no encontró nada en el pozo, por más que buscó; que mi ayo advirtió que el brocal estaba mojado, que yo no me sequé lo bastante al sol; que mi nodriza reparó que mis ropas estaban húmedas, y, por último, que el fresco del agua y la conmoción que me causó el descubrimiento, me dieron un calenturón tremendo seguido de un delirio, durante el cual todo lo dije, de modo que, guiado por mis propias palabras, mi ayo encontró bajo mi cabecera los dos fragmentos de la carta escrita por la reina.
––¡Ah! ahora comprendo, ––exclamó Aramis.
––Desde aquel instante no puedo hablar sino por conjeturas. Es indudable que mi pobre ayo y mi desventurada nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que pasó, se lo escribie ron a la reina, enviándole al mismo tiempo los pedazos de la carta.
––Después de lo cual os arrestaron y os trasladaron a la Bastilla.
––Ya lo veis.
––Y vuestros servidores desaparecieron.
––¡Ay sí.
––Dejemos a los muertos, ––dijo el obispo de Vannes, ––y veamos qué puede hacerse con el vivo. ¿No me habéis dicho que estabais resignado?
––Y os lo repito.
––¿Sin que os importe la libertad?
––Sí.
––¿Y que nada ambicionabais ni deseabais? ¡Qué! ¿os callais?
––Ya he hablado más que suficiente, ––respondió el preso. ––Ahora os toca a vos. Estoy fatigado.
––Voy a obedeceros, ––repuso Aramis. Se recogió mientras su fisonomía tomaba una expresión de solemnidad profunda. Se veía que había llegado al punto culminante del papel que fuera a representar en la Bastilla.
––En la casa en que habitabais, ––dijo por fin Herblay, ––no había espejo alguno, ¿no es verdad?
––¿Espejo? No entiendo qué queréis decir, ni nunca oí semejante palabra, ––repuso el joven.
––Se da el nombre de espejo al un mueble que refleja los objetos, y permite, verbigracia, que uno vea las facciones de su propia imagen en un cristal preparado, como vos veis las mías a simple vista.
––No, no había en la casa espejo alguno.
––Tampoco lo hay aquí, ––dijo Aramis después de haber mirado a todas partes; ––veo que en la Bastilla se han tomado las mismas precauciones que en Noisy-le-Sec.
––¿Con qué fin?
––Luego lo sabréis. Me habéis dicho que os habían enseñado matemáticas, astronomía, esgrima y equitación; pero no me habéis hablado de historia.
––A veces mi ayo me contaba las hazañas del rey san Luis, de Francisco I y de Enrique IV.
––¿Nada más?
––Casi nada más.
––También esto es hijo del cálculo; así como os privaron de espejos, que reflejan lo presente, han hecho que ignoréis la historia, que refleja lo pasado, Y como desde que estáis preso os han quitado los libros, desconocéis muchas cosas con ayuda de las cuales podríais reconstruir el derrumbado edificio de vuestros recuerdos o de vuestros intereses.
––Es verdad, ––dijo el preso.
––Pues bien, en sucintos términos voy al poneros al corriente de lo que ha pasado en Francia de veintitrés a veinticuatro años a esta parte, es decir la fecha probable de vuestro nacimiento, o lo que es lo mismo, desde el momento que os interesa.
––Decid, ––dijo el joven, recobrando su actitud seria y recogida. Entonces Aramis le contó, con grandes detalles, la historia de los últimos años de Luis XIII y el nacimiento misterioso de un príncipe, hermano gemelo de Luis XIV. El prisionero oyó este relato con la más viva emoción.
––Dos hijos mellizos cambiaron en amargura el nacimiento de uno solo, porque en Francia, y esto es probable que no lo sepáis, el primogénito es quien sucede en el trono al padre.
––Lo sé.
––Y los médicos y los jurisconsultos, ––añadió Aramis, ––opinan que cabe dudar si el hijo que primero sale del claustro materno es el primogénito según la ley de Dios y de la naturaleza.
El preso ahogó un grito y se puso más blanco que las sábanas que le cubrían el cuerpo.
––Fácil os será ahora comprender que el rey, ––continuó el prelado, ––que con tal gozo viera asegurada su sucesión, se abandonase al dolor al pensar que en vez de uno tenía dos herederos, y que tal vez el que acababa de nacer y era desconocido, disputaría el derecho de primogenitura al que viniera al mundo dos horas antes, y que, dos horas antes había sido proclamado. Así pues, aquel segundo hijo podía, con el tiempo y armado de los intereses o de los caprichos de un partido, sembrar la discordia y la guerra civil en el pueblo, destruyendo ipso facto la dinastía a la cual debía consolidar.
––Comprendo, comprendo, ––murmuró el joven.
––He ahí lo que dicen, lo que afirman, ––continuó Aramis; ––he ahí por qué uno de los hijos de Ana de Austria, indignamente separado de su hermano, indignamente secuestrado, reducido a la obscuridad más absoluta, ha desaparecido de tal suerte que, excepto su madre, no hay en Francia quien sepa que tal hijo existe.
––¡Sí, su madre que lo ha abandonado! ––exclamó el cautivo con acento de desesperación.
––Excepto la dama del vestido negro y las cintas encarnadas, ––prosiguió Herblay, ––y excepto, por fin...
––Excepto vos, ¿no es verdad? Vos, que venís a contarme esa historia y a despertar en mi alma la curiosidad, el odio, la ambición, y ¿quién sabe? quizá la sed de venganza; excepto vos, que si sois el hombre a quien espero, el hombre de que me habla el billete, en una palabra, el hombre que Dios debe enviarme, traéis...
––¿Qué? ––preguntó Aramis.
––El retrato del rey Luis XIV, que en este momento se sienta en el trono de Francia.
––Aquí está el retrato, ––replicó el obispo entregando al preso un artístico esmalte en el cual se veía la imagen de Luis XIV, altivo, gallardo, viviente, por decirlo así.
El preso tomó con avidez el retrato y fijó en él los ojos cual si hubiese querido devorarlo.
––Y aquí tenéis un espejo, monseñor, ––dijo Herblay, dejando al joven el tiempo necesario para anudar sus ideas.
––¡Tan encumbrado! ¡tan encumbrado! –– murmuró el preso devorando con la mirada el retrato de Luis XIV y su propia imagen reflejada en el espejo.
––¿Qué opináis? ––preguntó entonces Aramis.
––Que estoy perdido, ––respondió el joven, ––que el rey nunca me perdonará.
––Pues yo me pregunto, ––replicó el obispo fijando en el preso una mirada brillante y significativa, ––cuál de los dos es el rey, si el que representa el retrato, o el que refleja ese espejo.
––El rey es el que se sienta en el trono, que no estás preso, y que, al contrario manda aprisionar a los demás. La realeza es el poder, y ya veis que yo no tengo poder alguno.
––Monseñor, ––dijo Herblay con respeto más profundo que hasta entonces, ––tened por entendido que, si queréis, será el rey el que, al salir de la prisión sepa sostenerse en el trono en el que le colocarán sus amigos.
––No me tentéis, ––dijo con amargura el cautivo.
––No flaqueéis, monseñor, ––persistió con energía el obispo. ––He traído todas las pruebas de vuestra cuna, consultadlas, demostraos a vos mismo que sois hijo del rey, y, después, obremos.
––No, es imposible.
––A no ser que, ––añadió con ironía el prelado, ––sea corriente en vuestra estirpe que los príncipes excluidos del trono sean todos ellos cobardes y sin honor, como vuestro tío Gastón de Orleans. que una y otra vez conspiró contra su hermano el rey Luis XIII.
––¿Mi tío Gastón de Orleans conspiró contra su hermano? ––exclamó el príncipe despavorido; ––¿conspiró para destronarlo?
––Sí, monseñor.
––¿Qué me decís?
––La pura verdad.
––¿Y tuvo amigos... fieles?
––Como yo lo soy vuestro.
––¿Y sucumbió?
––Sí, monseñor, pero por su culpa, y para rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sagrada, inviolable, sino para rescatar su libertad, vuestro tío sacrificó hoy, el baldón de la historia y la execración de innumerables familias nobles del reino.
––Comprendo, ––repuso el príncipe. ––y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por traición?
––Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.
––¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad, pueda ayudar a los amigos que intentaren salvarlo?
Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con ímpetu, que reveló el ardor de su sangre: ––Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué tendría yo amigos, cuando no hay quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?
––Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real, ––dijo Aramis.
––No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me hacéis vislumbrar la omnipotencia, y oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen temblar a vos más que no a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.
––Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?
––No he acabado todavía. ––repuso el joven. ––Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en todas las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo clavaréis los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos y los rastrillos?
––¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida, monseñor?
––Para un billete basta sobornar a un carcelero.
––Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre preso, que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al desventurado en un asilo incógnito.
––¡Ah! monseñor, ––repuso Aramis sonriéndose.
––Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo, como decís, príncipe, hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza que mi madre y mi hermano me han ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea invulnerable a mis enemigos? ¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una montaña: proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi amigo.
––Monseñor, ––repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente, ––admiro el firme y recto criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros guiar por mí, sí consintierais en ser el príncipe más poderoso de la tierra, serviríais los intereses de los muchos amigos que están dispuestos a sacrificarse por el triunfo de vuestra causa.
––¿Muchos decís?
––Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío que no por el número.
––Explicaos.
––No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el día mismo en que os vea sentado en el trono de Francia.
––Pero ¿y mi hermano?
––Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?
––¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo? ¡Nunca!
––¡Enhorabuena!
––Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la mano, me hubiese dicho: “Hermano mío, Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos. Vengo a vos, hermano mío. Un perjuicio bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres, privado de todos los goces, y yo quiero que os sentéis junto a mí, y ceñiros la espada de mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para destruir mi poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada para derramar mi sangre?...” “¡Oh! no, le hubiera respondido yo; os miro como a mi salvador, y os respetaré como a rey mío. Me dais mucho más que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos tengo el derecho de amar y ser amado en este mundo”.
––¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?
––Sí. Mas, ¿que me decís del admirable parecido que Dios me ha dado.con mi hermano?
––Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no haber despreciado: que vuestra madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna a aquellos que la naturaleza creara tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.
––¿Lo cual significa?...
––Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano tomará aquí el vuestro.
––¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando se ha bebido con abundancia en la copa de la vida!
––Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca; perdone si bien le parece, una vez haya castigado.
––Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos sino fuera de la Bastilla.
––Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de veros una vez más.
––¿Cuándo?
––El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.
––Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?
––Vendré por vos.
––¿Vos mismo?
––No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en mi ausencia os compelen a ello, recordad que no será de mi parte.
––¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más que a vos?
––Unicamente a mí, ––respondió Aramis inclinándose y asiendo la mano que le tendió el preso.
––Caballero, ––dijo el cautivo afectuosamente. ––Si habéis venido para devolverme el sitio que dios me había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra mediación, me es dado vivir en la memoria de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya hecho a mis pueblos, si, desde la tristísima situación en que languidezco, subo a la cumbre de los honores, sostenido por vuestra generosa mano, compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo, a quien doy de todo corazón las gracias. Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra parte, porque nunca conseguiré compartir con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.
––Monseñor, ––dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del preso, ––la nobleza de vuestra alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las gracias, sino a los pueblos de los cuales labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a quienes haréis ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis más que la vida, pues os habré dado la inmortalidad.
El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba de rodillas, lanzó una exclamación de seductiva modestia.
––Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey, ––dijo el prelado. ––Cuando vuelva a veros, os diré: “Buenos días, Sire”.
––Hasta aquel momento no más ilusiones, no más luchas, porque mi vida se quebrantaría, ––exclamó el joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos. ––¡Oh! ¡qué pequeño es este calabozo, qué baja esa ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede haber pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí tanto orgullo, tanta felicidad, tanto esplendor?
––Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído cuanto acaba de manifestar.
Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a ella con los nudillos.
Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado del gobernador, quien, devorado por la inquietud y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.
Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar la voz, aun en los más impetuosos arranques de la pasión.
––¡Qué confesión tan larga! ––dijo Baisemeaux haciendo un esfuerzo para reírse. ––¿Quién dijera que un recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan largos pecados?
Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla, de la que aumentaba en tercio y quinto el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.
––Hablemos de negocios, mi querido gobernador, ––dijo Aramis así que hubo llegado al aposento de Baisemeaux.
––¡Ay! ––exclamó por toda respuesta el gobernador.
––¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras? ––dijo el prelado.
––Y pagar el primer tercio de ellas. ––añadió el pobre gobernador exhalando un suspiro y adelantando tres pasos hacia su armario de hierro.
––Aquí está el recibo, ––dijo Aramis.
––Y aquí está el dinero, ––repuso Baisemeaux lanzando una sarta de suspiros.
––La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil libras, ––dijo Herblay, ––no que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.
Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa y la alegría, en presencia de aquel regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de la Bastilla.

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